31 de marzo 2025, El Espectador

Sábado en la tarde, Galería «El Museo», en Bogotá. No sé cuántas veces he visto, sentido, llorado y aplaudido las fotografías de Jesús Abad Colorado; y siempre sus imágenes me dicen que sería imperdonable ahorrar esfuerzos para que la violencia no siga devorando como un ogro torpe y perverso, el alma y la piel de Colombia.

Uno repasa la obra de Jesús Abad y siempre encuentra un gesto nuevo, un dolor que había pasado desapercibido, una sonrisa que se oye desde el papel y aún tiene fuerzas para sonreír a pesar del ruido atronador de los fusiles. Uno puede ver cien veces esa novia vestida de blanco en medio de los escombros de la guerra (esa guerra que perdemos todos), y puede ver la niña de rojo escribiendo en la pizarra de la escuela bombardeada, o casi entrar a la casa entre la ciénaga y las estrellas, y nunca nada ni nadie será lo mismo porque uno es distinto, uno es más frágil o más valiente, y a la mirada se le nota la vida más que a los ojos.

Para sentir las fotografías de Chucho Abad es preciso abrir el corazón y entregarse a la realidad. Dejarse llevar por la ternura, la memoria y los campesinos; los ranchos ahuecados por las balas, o los ataúdes en las carretas; y recorrer en sus imágenes las veredas y los camiones llenos de hombres, mujeres y niños desplazados. Y saber que los morralitos están raídos por la tristeza, los éxodos y el abandono.

Jesús Abad Colorado. Foto de Gloria Arias Nieto

Llega abril con esta exposición de Jesús Abad Colorado. Un tesoro, un llamado a la conciencia, un letrero en blanco y negro de prohibido olvidar.

Sábado por la noche. El Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo –como lo ha hecho desde su primer día– le abre la puerta a la majestuosidad del arte, a la arrolladora fuerza de la cultura y a las expresiones de las que se vale el espíritu para contar la verdad, para navegar y darle vida a todo, incluso a la muerte. Porque eso es lo que logra el arte: volver invencible lo finito. El arte puede salvarnos.

Se abre el telón y empieza “Gonawindúa: el corazón del mundo”. Una obra impresionante sobre uno de los cuatro pueblos de la Sierra Nevada. Un grito de auxilio por la tierra y por el agua, por la naturaleza, por la conciencia del mundo por el mundo mismo.

Un canto, un testimonio blanco y armónico tejido con las voces de once actores y actrices kogui, dos líderes espirituales y el CENIT, fundado hace 30 años por Nube Sandoval y Bernardo Rey. “El corazón del mundo” nos cuenta una historia real de los guardianes de la vida, nos habla de la devastación, las economías ilegales y el equilibrio que debe existir entre el espíritu y el entorno; y vemos sobre el escenario el ritmo de la energía de la tierra, lo ancestral, lo verdadero. La mejor síntesis de la obra me la dijo Ramiro Osorio mientras aplaudíamos de pie: “Dignidad”. Y sí; eso es lo que vimos el sábado en la noche en el Teatro Mayor: un culto a la dignidad.

Les pido que se queden con dos palabras grabadas en su alma: “Aluna”, que es el pensamiento, la creación, la madre, donde todo empieza. Y “yuluca” que significa ponernos de acuerdo, porque el desacuerdo ya estaba desde el principio, desde el pensamiento, desde el origen, y si no fuéramos capaces de lograr acuerdos entre nosotros mismos, nada sería posible.

“La tierra misma es un telar, una inmensa trama en la que el sol teje la tela de la vida”. Esto dice “Shikawala, el crujido de la madre tierra”, libro que sirvió de eje a esta obra tan fuerte y conmovedora como esta historia de estar vivos.

Gracias Juan Myer por tu sabiduría y tu devoción por la Sierra, por el espíritu y la naturaleza. Gracias Pacho de Roux por esos abrazos que nos recuerdan que nada, nada está perdido.

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