Al escuchar los pronunciamientos de Donald Trump, muchos podemos asombrarnos y sorprendernos con su manera de estructurar el mundo y la política.
Independientemente de lo que hable, de sus valores o de las aspiraciones que tenga, tarde o temprano todo siempre concluye en sus razones para un negocio. Negocios de los recursos, de la paz, de la política, de la cultura, de todo lo tangible e intangible, de lo real y lo imaginario.
La omnipresente idea de ‘hacer negocios’, desde el punto de vista de este tipo de poder, parece un equivalente a la virtud humana en sí, algo lógico y coherente para el fundamentalismo capitalista, que ve como el principal motor de la historia a la competencia entre todos y por todo.
A los educados y criados en otras sociedades, nos cuesta mucho entender que ese soñar con hacerse muy rico para ser muy feliz pueda ser la bandera oficial de un mundo nuevo que emerge después de tantos milenios de nuestro caminar colectivo desde las cuevas hacia las estrellas.
Lo que parece más increíble es cómo un pensamiento tan básico, primitivo y grosero no genera ningún tipo de indigestión cognitiva en un planeta todavía lleno de bibliotecas, museos, lugares sagrados de diferentes credos y hasta bellos rincones de la naturaleza, no destruidos, aún, por los habilidosos expertos en ‘hacer negocios’.
Uno de los ejemplos explícitos más recientes de esta forma de pensar se dio después de la cumbre en Washington con Netanyahu, cuando Trump declaró que Estados Unidos tomaría el control de la Franja de Gaza y la convertiría en «un centro turístico internacional de lujo», «la Riviera de Oriente Medio con propiedades de vistas al mar». Además, con el control directo de EE.UU. sobre la Franja, para darle «una proyección» de «propiedad a largo plazo» incluyendo el despegue de tropas estadounidenses en su territorio.
Como se sabe, este mismo plan incluye el desplazamiento permanente de toda la población palestina de Gaza, que son casi dos millones de personas, «para ubicarlos en otros países». Lo impresionante para mí no es la barbarie racista y clasista que es parte inseparable de estos ‘planes de negocios’, sino su total descaro, donde la locura bordea a la inocencia. Seguramente, muchos partidarios de este plan simplemente no entenderían por qué nos escandaliza tanto. Por eso es importante entender cómo funcionan las neuronas del sistema.
Olvidémonos por un rato de Trump y de sus ideas, veamos el plano más amplio, independientemente de las coyunturas de quién vencía o quién perdía en la lucha por la Casa Blanca, este fetiche y símbolo del poder mundial, que no es más que el reflejo de los valores dominantes de este mundo. No es difícil darse cuenta que la construcción de esos centros de entretenimiento sobre los cementerios de los pueblos masacrados no es un invento del excéntrico presidente estadounidense, sino la parte más natural de la lógica ‘emprendedora’ y oportunista que desde hace tiempo nos domina. No es el malvado proyecto de una determinada fuerza política, sino un consenso entre adversarios que son socios. Sus guerras mediáticas y electorales solo resaltan lo idénticas que son.
Absolutamente todo en el mundo actual se ha convertido en una mercancía.
Si a alguien no le gusta un producto (entendiendo que las ideas y los conceptos estéticos e ideológicos ahora también son mercancías), el mercado, cada vez más omnipresente y flexible, inmediatamente ofrece sus ‘productos alternativos’, desde ‘alimentos orgánicos’ hasta ‘fuentes de energía alternativas y limpias’, producidos por la otra sucursal de la misma Corporación.
Podemos encontrar miles de casos de aquello, analizar, por ejemplo, cómo, bajo los ‘revolucionarios’ eslóganes ecologistas, las grandes potencias privan a los países pobres de la oportunidad de su propio desarrollo independiente. O cómo enseñan a ahorrar el agua, a clasificar la basura y a no usar las bolsas plásticas en países donde la industria minera seca y destruye la vida en regiones enteras, mientras otras zonas junto con su población se convierten en paisajes infinitos de basurales. No estoy llamando al despilfarro de agua o al descuido con la basura doméstica, solo pido guardar la proporción y ver con qué facilidad los medios están anestesiando nuestra conciencia ciudadana.
Podemos ver también cómo la ‘democracia’, los ‘derechos humanos’ y la ‘no violencia’ fueron convertidos en la misma clase de productos que el queso parmesano o la salsa de tomate.
Todas las nociones iniciales son privadas de su sentido original, (el sentido que alguna vez tuvo que ver no solo con la sensualidad sino también con la sensibilidad, ya atrofiada), para bloquear de este modo cualquier idea nueva sobre la organización social, cualquier cosa que pueda amenazar al poder global. Las modas para ‘la rebeldía juvenil’ o ‘la espiritualidad de los pueblos indígenas’, envasadas por las grandes distribuidoras de la idiotez, se convierten en una especie de pastillas contra el insomnio.
Así se crea un territorio de simulacros, donde cualquier inspiración verdadera ya se hace incomprensible para la mente plastificada. Es curioso que los alcohólicos y drogadictos en los momentos de abstención suelan hablar de haber detenido el consumo, «ya no consumimos», aunque el propio estilo de vida de pueblos enteros se ha convertido en el consumo continuo, irrefrenable, de lo uno o de lo otro.
El consumo de lo que sea siempre tiene características de adicción, generando una fuerte dependencia psicológica y, en caso de no poder seguir consumiendo, el malestar físico para los adictos. El consumo y el consumismo reemplazan el vacío existencial de personas y de los pueblos que perdieron su rumbo. Consumimos para distraernos de nuestras propias vidas, para escapar de nuestros propios problemas, la mayoría de los cuales son el resultado de esta lógica universal del sistema.
Los proyectos de negocios que ofrecen al mundo Donald Trump, junto con sus asesores y sus críticos desde la otra orilla del poder neoliberal, se les presentan a los televidentes encandilados como lo único capaz de llenar este hueco del sinsentido de las masas humanas privadas de su cultura, de su historia y, como resultado, de su lucha por recuperar el rumbo verdadero de sus vidas.
El sistema neoliberal planetario está usando el mismo truco de los primeros estafadores políticos aficionados en la Unión Soviética, en aquellos tiempos antisoviéticos de la perestroika. Con el inicio de la pseudodemocracia, que promovía con todo los ‘valores’ del capitalismo salvaje, ellos, en su mayoría ladrones y delincuentes, buscaban entrar en la gran política para legalizar y multiplicar sus botines robados a su propio pueblo.
Su discurso era más o menos así: «Soy rico, por eso no necesito robar y lucharé contra la corrupción. Si supe ganar dinero para mí, también lo haré para mis electores». Al parecer, Pablo Escobar, cuando aspiraba a la presidencia de Colombia, ofrecía algo parecido. Sabemos cómo terminó en la URSS este truco: con las mafias legalizadas en el poder. Y no es porque alguien sea malo o deshonesto, sino porque el capitalismo no funciona de otro modo.
Ahora se nos ofrece invertir nuestros suelos en ‘la Riviera de Oriente Medio’. ¿Volvimos a lo mismo?