18 de marzo 2025, el Espectador
Me refiero a la casa de un escritor que generacionalmente podría ser hijo mío y afectivamente es un amigo incondicional; escribe como si tuviera la sabiduría de un anciano milenario, la curiosidad de un niño, la rebeldía de un adolescente y la serenidad de alguien que tiene en paz su conciencia. Juega con las palabras y las imágenes como si fueran a veces rosas, a veces rocas, a veces burbujas de jabón. Levanta puentes entre la realidad y la ficción, entre la familia y la novela, entre los muertos que deja la violencia y los anhelos de paz a los que no renuncian los sobrevivientes.
Hace pocos días le pedí que le dedicara uno de sus libros –Río Muerto– a un valiente y perseverante constructor de paz a quien queríamos darle algo que transmitiera corazón, gratitud, un abrazo que pudiera repasar hoja tras hoja.
Llegué a la casa del escritor (estrictamente ‘apartamento’, pero ‘casa’ da más sensación de hogar) y me sentí entrando –y así se lo dije– a un santuario. Pero no un santuario de reliquias y joyas intocables, sino de humanismo palpable, cariño, vida latente y expresiva: el hábitat de una familia arropada por un telar de amor. Una perrita dorada, materas llenas de vida, libros, miles de libros por todos lados, una colección casi infinita de películas; juegos de niños, la carpa de la fantasía, una casa de muñecas y el estudio donde se conciben, se escriben y se dan a luz los libros de Ricardo Silva Romero y el trabajo de Carolina, su adorable mujer. Como en una sala de partos, pero sin luces estridentes ni paredes asépticas, sino entre cuadros pintados por los hijos y el diálogo entre el silencio y la cultura, llegan a la vida los cuentos y novelas que le han dado la vuelta al mundo en librerías y festivales. Ahí se abre la puerta a los milagros, a la imaginación, la memoria y la literatura de todos los tiempos.