Cuando el motor se encendió supe que se venían horas de ese ruido molesto y largo pero necesario e inevitable. Miré la hora en la pantalla de mi computadora para hacer el conteo del tiempo que llevaría. Lamenté la interrupción en mi escritura, tenía una idea interesante que la unión de la gasolina con el aire incineró instantáneamente. Me asomé por la ventana y vi al hombre sentándose en su rojo tractor cortador de pasto, acomodó su humanidad de padre de familia hacedor de asados arriba de ese vehículo y empezó, lentamente, a trazar una ruta sobre el elevado verde del suelo. Lo peor de un ruido molesto es su carácter inevitable, que no dependa de uno detenerlo y poder cercenarlo definitivamente. Lo sufrible de un ruido molesto es esa emoción que lejos de tratarse de la paciencia, se asemeja mucho más a la resignación.
Inútilmente me puse los auriculares tratando de escapar porque el suceso entero, la acción de cortar el pasto y todo lo que implicaba, mucho más que mi escucha había captado por completo mi atención- Me rendí ante el ruido molesto y la observación. Primero recorrió el sector de las plantas que tienen flores delicadas y maniobró con cuidado de no ir a atropellar alguna. Lo vi ir ensimismado y lento por los bordes, dando reversa sobre la delgada línea que hay entre mejorar y destruir, apelando a la concentración de un cirujano que no puede cortar algo irreparable.
¿Qué hacía yo mirando a ese hombre a través de la ventana? Traté de hacer lo que peor me sale en el mundo: disimular. No quería que sintiera que estaba fiscalizando su trabajo del cual desconozco absolutamente todo, pero la curiosidad es un veneno extraordinario que huele bien y sabe rico, que invita a asomarse y a verificar qué es lo que hay más allá. Entonces pensé en su trabajo y me pareció, por un momento, envidiable, decidir el trazado del camino arriba de la planicie infinita del campo argentino.
Recordé las imágenes de la piel de la tierra vista desde el avión, esos retazos de tonos verdes inacabables. Constatar la poda desde arriba es la prueba de que cortar el pasto es un gesto tremendamente civilizatorio. Cortar las uñas, depilarse, cortarse el pelo, cortar una relación y el recorte de personal. La modernidad, el capitalismo y el desamor requieren de cortes permanentemente, como si sostener algo implicara siempre estar cortándolo, la mezquindad de mantener a raya lo que crece. Me intrigó saber en qué pensaría el hombre mientras cortaba el pasto y me respondí que quizá pensaba en el mismo abanico infinito de cosas en las que yo pienso cuando me depilo.
Su soledad arriba del motor insoportable me recordó las acciones que se hacen en silencio, aunque generen tanto ruido. Y me gustó el carácter mudo y apacible del pasto, y anhelé profundamente, alguna vez en la vida, conocer el silencio. ¿El silencio es algo que puede romperse? El silencio es el único lugar en el que nadie es huérfano de ningún idioma. En el silencio todo llega en piezas sueltas, se cree que el silencio es improductivo y por eso se lo condena, por esa pésima manía de andar llenando todo. En el centro de la intimidad están la lengua y el silencio. Una vez le dije a un hombre que quería conocerlo en el silencio, y entonces, ahí me di cuenta de cuánto amor sentía por ese ser.
A lo lejos lo vi controlar la hora en su muñeca. Arreciaba el sol del medio día y la hora del almuerzo. Yo volví a verificar mi pantalla y comprobé que el hombre, con absoluta concentración, llevaba un montón de tiempo pasando y repasando sus rutas y probablemente sus pensamientos por encima de una porción de envoltura del planeta. Pocas actividades requieren tanta seriedad como acariciar una piel y pasearse sobre una húmeda tierra. ¿Habrá sentido amor por ella?