“Los mercados nunca generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común. Todo lo contrario; la naturaleza de la competencia económica implica que el participante que rompe las leyes triunfa -al menos a corto plazo- sobre sus competidores con más sensibilidad ética.”

Tony Judt

por Luis Miguel Fernández López

Cuando los británicos en el siglo XIX sometieron militarmente todo el subcontinente indio y lo unificaron y convirtieron en el Raj, se encontraron con que la sociedad de las regiones de mayoría hindú estaba articulada mediante un complejo sistema de castas. Para establecer censos fiables, ganarse la lealtad de las élites y sobre todo, para aplicar la política favorita de todo imperio, el clásico «divide y vencerás», decidieron establecer una estricta reglamentación que impediría cualquier tipo de movimiento entre las categorías sociales establecidas desde la antigüedad, algo de por sí ya relativamente difícil pero hasta la llegada de los británicos no imposible.

Así fue como la tradicional forma de dividir la sociedad, basada en textos religiosos datados al menos mil años antes del inicio de nuestra era, quedó fijada como forma de organización social hasta prácticamenente la actualidad, porque aunque en teoría en la India independiente las castas han sido abolidas, en la realidad sigue pesando mucho en desarrollo de la vida diaria. Los cuatro principales grupos o Varnas serían, según la tradición védica anterior incluso a la religión hindú, los Brahmanes, la casta más alta, que habría surgido de la cabeza o de la boca del dios Brahma, y que incluiría fundamentalmente a sacerdotes y profesores. Un segundo grupo, los Chatrías, que provendrían de los hombros o de los brazos de Brahma, y serían los guerreros y los dirigentes políticos. La tercera casta en importancia, los Vaishias, formados a partir de las caderas o de las piernas de Brahma, correspondería a los mercaderes y los artesanos. Por último, de los pies del dios creador saldrían los Shudrás, que se encargaban de sostener con su trabajo al resto, son por tanto esclavos, siervos, obreros y campesinos.

Estos grupos están a su vez, dependiendo la región, divididos en muchos otros subgrupos. Y fuera incluso de los Varnas se encuentran los DalitsParias o Intocables, que viven completamente segregados y se encargan de los trabajos más bajos que nadie más quiere realizar. Todos estos grupos son dependientes los unos de los otros, y lo que es más importante, completamente cerrados, se nace y se muere en la misma casta. No hay por tanto movilidad social alguna, solo la esperanza de poder reencarnarse en una casta superior si se sigue fielmente la senda del deber (Dharma).

Los soldados y funcionarios coloniales al servicio de su graciosa majestad británica contemplaban asombrados esta organización social sin reparar en que en Europa había sido bastante parecida hasta hacía muy poco tiempo, puesto que las diferencias entre los por aquel entonces recientemente abolidos estamentos feudales y las castas del Raj eran muy escasas. Y tampoco habían reparado en que la nueva sociedad capitalista, articulada en torno a clases sociales, mientras promete la esperanza del ascenso al paraíso burgués, en realidad tan solo protege la posición privilegiada de la clase superior, poseedora de los medios de producción, y favorece además mediante múltiples mecanismos la reproducción de estas mismas élites.

La organización social y la división del trabajo en nuestras sociedades actuales en realidad no difieren tanto de las fijadas por los textos védicos hace 4000 años. La clase sacerdotal adoptó el papel de guía espiritual y moral a lo largo de la historia de la humanidad y cuando a partir del siglo XVIII se consiguió paulatinamente en Occidente alcanzar la secularización de las sociedades gracias a las ideas de la Ilustración, los clérigos fueron sustituidos por los intelectuales como guías, sobre todo morales, de la sociedad, y como los emisores de las ideas que dan forma a la realidad que nos rodea. Así mismo, los estados modernos han ido creando desde el siglo XV una eficaz burocracia que vela por su buen funcionamiento y junto a los políticos responsables de los últimos dos siglos han podido diseñar proyectos a largo plazo que nos han permitido crear sociedades de auténtico bienestar.
Y no podemos olvidar que sin los esfuerzos de la clase trabajadora nunca se hubiera podido llegar a alcanzar este nivel de progreso y desarrollo. Pero toda esta realidad fue interpretada de forma falaz por un grupo de canallas agrupados en diferentes escuelas económicas a lo largo del siglo XX, especialmente las denominadas escuela austriaca y escuela de Chicago. Los Hayek, von Mises, Rothbard o Friedman, todos ellos profesores de universidad, sin vínculo profesional alguno con el mundo de la empresa y viviendo toda su vida de dinero público, afirmaron en sus teorías económicas que la riqueza de las sociedades humanas es exclusivamente creada por los mercados, que deben funcionar sin límite ni cortapisa alguna, y lo que es aún peor, que los comerciantes y empresarios deben tener en la sociedad una posición preponderante y dirigirla, puesto que son los que crean la riqueza. Y por tanto, la única ética válida es la de los mercaderes.

El principal problema de esta narrativa de ficción conocida como Neoliberalismo es que la ética de los mercaderes siempre fue muy dudosa. La compraventa de cualquier producto es por definición una estafa, porque siempre hay una diferencia entre el precio que pagamos y el valor real del producto, dado que el intermediario, es decir, el comerciante, necesita tener un beneficio. Y cuanto mayor sea la diferencia entre el valor real del producto y el precio final de venta al consumidor, mayor será el beneficio del mercader. Por eso los comerciantes están especializados desde la antigüedad en engañar a incautos.

Ningún mercader, comerciante, tendero o estafador se ha preocupado a lo largo de la historia lo más mínimo de que una sociedad en su conjunto prospere o bien crezca la riqueza de sus congéneres, basta con que aumente la suya, por eso extraen riqueza de los que realmente la crean. Los mercaderes poseen además otras características que los hacen altamente incompatibles con una sociedad que pretenda progresar y que ese progreso, por supuesto técnico y material, pero también ético, alcance a todos sus miembros por igual. No solo el individualismo y el egoísmo son particularidades de la casta de los mercaderes, sino también el cortoplacismo, porque el negociante quiere el dinero contante y sonante en la buchaca al instante y no en un futuro siempre incierto.

Si los clientes no exigen mejor calidad, y para saber lo que uno quiere necesita una formación intelectual, el negociante nunca hará nada por mejorar su producto, por eso no ven necesaria la formación intelectual de las personas y lo que más temen es a los intelectuales. Si en realidad no importa la calidad del producto ofrecido, sino únicamente engañar a incautos, lo único que importa es el relato y la capacidad de convencimiento, no la realidad empírica, de ahí que los mercaderes teman también a los científicos.

Si observamos detenidamente como han evolucionado nuestras sociedades desde la década de los 80, podremos identificar fácilmente que los valores hegemónicos se van pareciendo cada vez más a los arriba mencionados. Y esto no es casualidad, puesto que diferentes sociedades, agrupaciones y think tanks, convenientemente regadas con dinero por empresas y personas muy interesadas en este orden de cosas, llevan décadas difundiendo los fundamentos de la ideología neoliberal y sus valores éticos, o más bien la falta de ellos, y pregonando las virtudes de la clase empresarial para elevarla a la dirigencia política e incluso intelectual, sin darse cuenta de que las piernas, sin la cabeza, no saben adónde tienen que ir.

Todo el desarrollo ético y material de los últimos tres siglos está en grave peligro, porque el mercado y los que cabalgan a sus lomos han ocupado un lugar central en la sociedad que no les corresponde en absoluto, y dirigen países y estados como si fueran empresas, y sustituyen las ideas motores de las sociedades por meros lemas publicitarios vacíos de contenido, y destruyen la ética y los derechos humanos creados con tanto trabajo vendiéndoselos al mejor postor. Si queremos conservar todo lo bello, todo lo que alguna vez fue sólido, todo lo que realmente importa en el mundo, tenemos que prepararnos para agarrar el látigo de siete puntas y expulsar de una vez por todas a los mercaderes del templo. Y que fuera, en las tinieblas exteriores, ocupen, por fin, el verdadero lugar que les corresponde en el mundo.

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