Desde su prepotencia imperial, el remanido eslogan de ‘América primero’ define la estrategia de subordinar el resto de intereses de los países del mundo – incluidos los supuestos «socios» de la Unión Europea- al beneficio de Estados Unidos y sobre todo de su presidente Donald Trump, que domina el poder ejecutivo, militar, legislativo y judicial.
Su discurso de posesión es revelador de los profundos desórdenes internos del país que votó por él. Según una teoría, hay individuos aquejados por causa de un doble complejo: el de superioridad y el de inferioridad. El sentirse inferiores los motiva a afirmar una supuesta superioridad que, al final, resulta deleznable.
Otra teoría explica que quienes sufren de un desorden de personalidad narcisista despliegan signos de grandiosidad, pero lidian siempre con sentimientos de autodesprecio y vergüenza.
Quienes acompañaron a Trump eran, en su gran mayoría, blancos, como los oligarcas Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Elon Musk. Las pocas personas con más melanina en la piel eran Sundar Pichai, director ejecutivo de Google; Vivek Ramaswamy; Usha Shilukury, la esposa del vicepresidente, J. D. Vance; la vicepresidenta saliente, Kamala Harris; el expresidente Barack Obama; y el canciller indio, Subrahmanyam Jaishankar.
La de Trump es la voz que resuena fuerte y hace recordar a His Master’s Voice (la voz de su amo), frase que apareció por primera vez a finales de la década de 1890 como título para una pintura de Francis Barraud, que representaba a un perro escuchando un gramófono. Luego RCA Victor lo usó como logotipo.
En un marco general, se inicia un nuevo ciclo con dos rasgos principales: el refuerzo de la dominación imperialista de las élites estadounidenses, y el vaciamiento de la democracia y los propios valores liberales e ilustrados en Estados Unidos y su área global de influencia.
Gerry Nolan señala que Estados Unidos no se limita a reescribir la historia, sino que la borra deliberadamente. El lavado de cerebro es tan exhaustivo que los estadounidenses viven en un estado constante de amnesia histórica, ciegos ante los fracasos de su país, exagerando sus victorias y borrando las contribuciones de otros.
Desde 1812 hasta la Segunda Guerra Mundial, Vietnam e Irak, la verdad queda reducida a una nota a pie de página o sepultada por completo. ¿El resultado? Una población que aplaude las guerras interminables mientras se aferra a una falsa narrativa de superioridad moral y militar.
La llamada guerra cultural ultraderechista sirve a una nueva recomposición de las estructuras de poder estatal, oligarquías económicas y estructuras sociales, con reafirmación de mayores dominaciones de países y grupos sociales. Para ello será necesario borrar la historia de los pueblos y en eso están colaborando los grandes multimillonarios de las empresas tecnológicas, aliadas a Trump, reescribiendo el día a día, pero también la historia.
La reconstrucción del Partido Republicano en EE. UU. es paradigmática, al igual que el ascenso ultraderechista en Europa y Latinoamérica, consolidando una nueva trayectoria del reaccionarismo político, hegemonismo geopolítico y reafirmación oligárquica, iniciada hace una década.
Sus principales ejes ideológicos se basan en el supremacismo blanco, el racismo y la precarización y control inmigrante, frente al respeto de la diversidad étnica, la integración social y la convivencia intercultural y, sobre todo, contra los avances igualitarios feministas y derechos LGTBIQ+ por un refuerzo machista y patriarcal; o, incluso, contra los derechos sociales y las políticas redistributivas.
Permanece el ultraliberalismo económico como doctrina y dinámica que ampara un paso más en la desregulación económica, la desprotección pública y el predominio oligárquico privado frente al bien común. Y, concomitantemente, se debilita el liberalismo político y la propia institucionalidad democrática como contrapoder soberano de la población para definir el contrato social o constitucional.
Al igual que en el comienzo del nazi/fascismo que fue elegido por la población, pero que una vez accedido al poder institucional se arroga capacidades ilegítimas, con desprecio a las normas éticas y los derechos humanos, así como al sistema democrático de contrapoderes, respeto a la pluralidad y refrendo popular. Esta ideología legitimadora del capitalismo neoliberal sirve para reproducir y consolidar el poder oligárquico, y la pretensión hegemonista mundial.
Para ellos no hay derecho internacional que valga. Quizá Trump y sus asesores se equivocan al creer que la fuerza de EE. UU. radica en sus misiles nucleares, su flota, sus bombarderos y su ejército. O sea, la intimidación. Pero la fuerza proviene en gran parte de su capacidad para liderar alianzas y coaliciones que le han dado estabilidad al actual orden internacional, no importa lo sesgado que este sea.
Al debilitar las alianzas de las que hace parte, EE. UU. les dará aliento a los interesados en la revisión de las actuales reglas de juego, lo cual intensificará la inestabilidad global y dejará al país en una posición mucho más vulnerable que antes. Hoy nadie puede imaginar que de todo esto surgirá un orden multipolar más favorable a la democracia y los derechos humanos.
Pero he aquí que el primer día de febrero entraron en vigor los aranceles para las mercancías provenientes de México, Canadá y China. Trump alardeó que no hay nada que puedan hacer estos países para impedirlo, porque no son un instrumento de negociación. Es posible que los gravámenes se incrementen, amenazó.
Obviamente, el discurso de Trump se salta siempre las pronunciadas desigualdades económicas y sociales que carcomen el ‘sueño americano’, el declive de sus escuelas públicas que realizaban la promesa de igualdad de oportunidades, el precario sistema de salud en el que imperan la dilación y la denegación del servicio, y la defensa de las compañías aseguradoras de salud y su lucro por encima de los pacientes.
Hubo más de 60 muertos en un choque de aviación y Trump responsabilizó a la diversidad, o sea a los cupos que otorgan trabajo a minorías. Le repreguntaron por qué los acusaba. Y respondió: «porque tengo sentido común».
¿Cuánto tiempo puede sobrevivir un imperio sobre una base de mentiras? Porque, más acá y más allá de EE. UU. crece el mundo multipolar (Rusia, China, BRICS, el Sur Global), que se hace cada vez más difícil de ignorar o enterrar. Quizá la historia acabará juzgando a Estados Unidos no como una superpotencia benévola, sino como un imperio en decadencia que quemó el mundo mientras mentía a su propio pueblo.