Desde muy joven, Nara fue la guardiana de la historia de la comunidad del Cerro de la Cordillera, al igual que en otros tiempos su bisabuelo Antonio fue el guardián del almacén. Estos títulos muestran lo que ocurrió entre un tiempo y otro, la transición de un mundo de riesgos materiales a otro de riesgos subjetivos. Nara nació poco antes de la muerte de su bisabuelo, pero escuchó y aprendió sus historias de otras personas porque siempre fue una persona atenta y buena contadora de historias. Parece que esta atención a los talentos naturales de los niños y el estímulo de los mismos por parte de la familia y la comunidad no es una práctica tan antigua. Sin duda fue la concepción, tan común hoy en día, de que cada persona viene a servir al mundo con sus talentos, lo que hizo que Nara fuera elegida desde niña para contar historias que resaltan el linaje de cada persona y de la comunidad.
El bisabuelo Antonio vivió en la época del colapso, entre 2020 y 2040, y ya formaba parte de una comunidad visionaria cuando ocurrió el grande desastre. El dejó la gran ciudad con amigos para fundar la comunidad del Cerro cuando la mayoría de la gente aún estaba inmersa en el productivismo y el consumismo, ciega ante lo que estaba por venir. Se llamaban eco aldeanos, esas personas extrañas que abrazaban el anti consumo, abandonaban las ciudades para construir pequeñas aldeas ecológicas, proponiéndose vivir de forma ancestral. Con sus propias manos y de todos los de la comunidad, Antonio construyó el con sus propias manos y de la comunidad el almacén que guardaba los alimentos producidos por ellos y ellas: alimentos sanos, sin veneno ni manipulación genética, producidos de forma regenerativa, en diferentes tipos de agro forestaría. Cultivaban alimentos y árboles al mismo tiempo.
Su abuelo Fernando, hijo de Antonio y Aurea y nacido en este mundo sano, le contaba lo extraño que era que la gente siguiera viviendo en las ciudades comiendo veneno y viviendo una vida sicológicamente envenenada. Con gran temor vio la comunidad del Cerro ser invadida tres veces por hordas de hambrientos que venían de todas partes a saquear la tienda. Él era un niño y no participó en los combates, sólo en la reconstrucción. El abuelo Antonio le había contado a Fernando que durante la primera invasión la comunidad no reaccionó porque fueron penalizados por el estado de aquella gente hambrienta. La segunda vez tuvieron que reaccionar, porque hubo violencia. La tercera vez se dieron cuenta de que ya ni siquiera podían plantar, porque el almacén sería asaltado cuando volviera a estar lleno, y por eso lucharon ferozmente contra los invasores.
No hubo cuarta vez, ya que la comunidad del cerro subió más arriba de la montaña, hacia un lugar que les había protegido durante más de medio siglo en un cerro de la cordillera. Nara nació aquí en 2112, una época de paz y prosperidad. Su madre, Mariana, hija de Fernando y Anita y nieta de Antonio y Áurea, fue la última guardián de la historia antes de ella, también había nacido en tiempos de paz, pero la madre de su madre, Anita, compañera de los abuelos Fernando y Adolfo, había vivido con ellos tiempos difíciles en la consolidación de la comunidad del Cerro de la cordillera. Tras huir de la comunidad que habían hecho prosperar con alimentos, bosques, personas y recursos en medio de la devastación del mundo, vivieron tiempos materialmente duros y subjetivamente ricos: la soledad comunitaria en las cumbres de las montañas.
Toda la comunidad emigró poco a poco a un lugar escondido, tan inaccesible que los dejo desconectados -y así se protegieron – durante los tiempos más duros. La pareja Antonio y Flor fueron de los primeros en emigrar. El, carpintero y almacenista, y ella, agricultora y bióloga, se fueron a inventar la vida en un cerro de la cordillera con otras dos parejas. Los niños se fueron un poco más tarde, cuando las casas estaban construidas y los huertos producían. Todos sabían que tenían que irse poco a poco para no llamar la atención y mantenerse protegidos. Ya vivían un poco aislados porque la gente de la región seguía hipnotizada por el consumismo y la búsqueda obsesiva del éxito material, mientras que la gente del Cerro vivía para la tierra, la comunidad, el autoconocimiento y la celebración de la Vida y la Naturaleza. Por eso, cuando todo se vino abajo, tenían lo más importante: comida, agua, casas frescas y vecinos solidarios, pero les asolaba la desolación.
La eco aldea del Cerro era muy querida por la población local, que la protegió todo lo que pudo, pero eran los «ricos» en medio del caos, por lo que la comunidad se convirtió en objetivo, al principio de los hambrientos, luego de los delincuentes. Tenían su propia agua, su propia energía, su propio combustible, su propia comida nutritiva y sabrosa. Eran personas creativas e independientes que pasaban horas en extrañas reuniones llenas de flores, incienso, cánticos y silencio para decidir qué iban a plantar, quién iba a hacer qué, quién iba a formar parte del siguiente grupo de liderazgo. Era necesaria mucha belleza en las reuniones y métodos para calmar los ánimos, porque en aquel grupo de gente alternativa cada persona tenía sus propias ideas sobre cómo hacer las cosas. Y las reuniones tenían momentos hermosos y armoniosos, pero también estaban llenas de desacuerdos y arrebatos personales en los que la gente decía «me voy de aquí, no puedo más».
Pero se quedaron, le dijeron a Nara. A parte de algunos que se fueron y otros que llegaron, la comunidad en la cuarta década del siglo pasado se mantenía en unos 80 adultos y sus hijos, que crecían sabiendo que vivían en un mundo diferente. Cuando empezaron a ser invadidos, los conflictos remitieron a la urgencia por defender lo que habían creado e impuso una paz interna que nunca había sido mayor. El plan colectivo de marcharse llegó durante la última invasión, pero también cuando las señales de colapso ya eran cotidianos. Tras la inundación de Rio Grande do Sul en 2024, nada volvió a ser lo mismo. A pesar de la locura de algunos que se empeñaban en negar lo evidente, se impuso la idea de que nada era seguro en términos medioambientales. Como siempre, la inercia de los estilos de vida sólo se ve sacudida por las catástrofes. Fue el caso del gran incendio en la cordillera, que cubrió casi toda la Chapada Diamantina.
Aquellos visionarios eran personas bien informadas y cultas, con profesionales procedentes de distintos campos. Habían fundado la comunidad del Cerro a principios del milenio porque ya no soportaban vivir en un mundo sin salida y querían construir algo nuevo. Se prepararon para lo que vendría en todos los frentes. Se hicieron autónomos en lo esencial y fueron conscientes de los riesgos de incendio, que empezaron a producirse con frecuencia al principio de su asentamiento en la región. Rodeaban sus tierras con plantas suculentas que contenían mucha agua y así se protegían -no completamente, por supuesto- de los incendios que crecían con intensidad y superficie cada año. En el año del gran incendio, ardió casi toda la Chapada Diamantina, los fuegos en diferentes puntos se juntaron en una llamarada inimaginable a mediados de abril, cuando suele empezar a llover. Esta vez fue tarde y todo estaba muy, muy seco, sin agua significativa desde noviembre del año anterior.
El fuego fue combatido por brigadas profesionales y voluntarias durante días y días, pero fue en vano. Los aviones seguían echando agua al fuego en vuelos interminables y repostando sin parar. Las brigadas estaban exhaustas, al igual que los pilotos. La gente entraba en estado de choque con cada noticia de ciudades ardiendo, casas destruidas… y crecía el miedo a ser las próximas víctimas. Los cultivos, ya muy secos, fueron devastados por el fuego. La solución vino de la mano de unas lluvias absolutamente anormales para esa época del año. Una «tormenta» histórica, como la providencia divina, que llovió en toda la Chapada como sólo ocurre en noviembre, diciembre y enero. Fue tan milagrosa que se organizaron espontáneamente manifestaciones de agradecimiento a los diferentes santos de la región, que sacaron a la calle a cientos de miles de personas en un gesto de fe nunca visto. Creyentes y no creyentes se creyeron salvados por la gracia divina.
Fernando era un niño y le contaba a su nieta Nara, 70 años después, lo aliviado que se había sentido al ver su eco aldea y sus plantaciones completamente salvadas en medio de la devastación. Antonio, su padre, le había explicado que la comunidad había estado a salvo del fuego porque había aumentado la humedad con un número importante de pequeños y grandes depósitos de agua y con los bosques y agro bosques regenerados que habían creado. Y también por las espesas plantaciones de cactus en las cercas de la propiedad colectiva, y por la carretera que bordeaba casi toda la zona. Es cierto que el viento también ayudó, pero no empujó demasiado el fuego en dirección a la cordillera, ya que algunos vecinos habían sido alcanzados. Con las cosechas perdidas y la escasez de dinero, los habitantes de la comarca vivieron momentos desesperados y mucha emigración en busca de posibilidades en otros lugares, pero el caos se extendía por todas partes.
Después de esta experiencia, Fernando pasó un tiempo maravillado con los superhéroes del cerro que mantenían a la comunidad a salvo del fuego. Sin embargo, tras la primera invasión y el robo de los almacenes, se sintió desprotegido porque tenía un hambre que nunca antes había experimentado. No era exactamente hambre de no tener nada que comer, era hambre de comer todos los días lo mismo y sin sabor, ya que de la primera invasión sólo quedaban las raíces y las verduras verdes y tenían que comer eso hasta la nueva cosecha. Lo replantaron todo, lo reconstruyeron todo, hasta que volvieron a ser invadidos. Los métodos eran diferentes, mucho más organizados y violentos en este segundo acontecimiento, así como en el tercero. Ya no era posible permanecer allí.
El traslado para el Cerro de la cordillera fue planeado con todo detalle. Vendieron lo que pudieron, se llevaron herramientas y alimentos y se dieron el tiempo, a través de los fundadores, de conocer y construir las condiciones de vida en aquel universo pedregoso, bello y húmedo en lo alto de las montañas. Cómo consiguieron trasladar a unas 80 personas, entre adultos y niños, a lo alto de las montañas con todas sus pertenencias para vivir sin que nadie se enterara sigue siendo un misterio hasta el día de hoy, sobre todo en las condiciones en las que lo hicieron: a pie, escalando acantilados increíbles. Se necesitó mucha solidaridad para transportar a los ancianos y a los niños pequeños. El miedo y la esperanza los empujaron a seguir adelante, ya que la devastación del incendio y el caos social que les rodeaba demostraban que no quedaría vida donde estaban. El cambio climático habría bastado para aniquilar un modo de vida, pero la estupidez humana hizo estallar al mismo tiempo una guerra mundial.
En realidad, pocos países entraron en la guerra: los que luchaban por la supremacía. La vieja supremacía se enfrentó con la nueva, pero todas las naciones se vieron afectadas por la guerra. El comercio internacional prácticamente se paralizó, las instituciones se debilitaron en todo el mundo y el esfuerzo bélico provocó un aumento absurdo de la explotación de los recursos naturales para producir armas, tanques, satélites y aviones no tripulados, en lugar de alimentos. Junto con la imprevisibilidad y los cambios climáticos, la agricultura se volvió inviable, los precios subieron y el hambre hizo estragos. Europa, una vez más, fue el escenario principal de la guerra y el Extremo Oriente el palco secundario. Con EEUU y China metidos en la guerra hasta el cuello, las industrias que abastecían al mundo se paralizaron y la mano de obra consumista que surcaba los mares dejó de navegar.
Mientras el viejo mundo se desmoronaba, engendraba un monstruoso heredero: la vida sintética. Los centros de investigación de Internet y de inteligencia artificial se multiplicaban y funcionaban a toda velocidad y la guerra cibernética era tan importante o más que los campos de batalla. Cuando uno de estos centros era destruido por el fuego enemigo, transfería automáticamente sus investigaciones a los demás en una perfecta red de cooperación. La tecnología avanzaba a pasos agigantados en medio de la destrucción y la automatización sustituía a los humanos en la guerra y la producción, generando artificialmente lo que la Naturaleza había producido durante milenios: alimentos sintéticos, cónyuges sintéticos, casas sintéticas que daban a quienes vivían en 40 metros cuadrados la sensación de vivir en 200. Para escapar de la guerra, las catástrofes climáticas y el caos, una parte importante de la humanidad ha quedado atrapada en un mundo inventado.
Mientras tanto, en el otro lado de la vida real, sobre todo en las zonas más periféricas del mundo, la vida cotidiana volvía casi a la era preindustrial. Se volvía a producir comida de verdad en los patios traseros y en las zonas vacías de las ciudades, a cocinar con leña, a hacer intercambio de materiales, a construir todo con materiales locales, a utilizar animales para el transporte… solamente la Internet seguía estando realmente disponible, aunque con grandes baches. La comunidad del Cerro de la cordillera estaba en este lado de la realidad y la antena que habían instalado en lo alto de la montaña les servía para mantenerse -cuando querían- informados sobre el mundo a pesar de estar fuera de él. Nara, como guardiana del pasado, no estaba muy interesada en el presente, pero su hermano Artur formaba parte del equipo de conexión.
El milagro de estos tiempos fue el acuerdo de no utilizar armas nucleares. Los negociadores de ambos bandos pasaron tantos tiempos juntos para llegar a un acuerdo que mantuviera las armas nucleares fuera de la guerra que fue la confianza construida entre ellos lo que hizo que se respetara la norma. Por supuesto, fue el miedo al final de todo. Se hicieron amigos y amigas y dieron su palabra. Fueron estas fuerzas aparentemente frágiles, la amistad y la palabra, las que hicieron que la guerra no acabara de repente con la humanidad, como lo estaba haciendo poco a poco el cambio climático.
Para Antonio y Anita y las otras dos parejas fundadoras de la comunidad en el Cerro de la cordillera, el momento de instalarse fue durísimo. Vivían en un lugar encantador pero salvaje, que no ofrecía las condiciones mínimas para la subsistencia. Traían herramientas, provisiones y semillas y tenían que construir no sólo una casa para ellos, sino también una casa comunal para los que les seguían y plantaciones para dar de comer a todos. Este era el procedimiento: cada grupo llegaba con un lugar donde vivir y construía la casa del grupo siguiente. Con piedra y madera, abundantes en la región, en un año ya había cuatro casas y 26 personas, además de huertos, frutales y cultivos de cereales. Pronto llegaron los paneles solares y poco a poco volvieron a tener la comodidad de la electricidad, incluido el acceso a la Internet. Pero traer las distintas instalaciones, desde la producción de combustible hasta la maquinaria y los engranajes que facilitaban la vida diaria de la comunidad, fue una auténtica epopeya.
Los retos fueron tres: desmontar todo en pequeñas piezas, pasar desapercibidos por el barrio y escalar la escarpada ladera de la montaña cargados con tantas cosas. Tuvieron que montar un campamento de descanso, una ingeniería discreta y potente para izar los elementos sin que se notara. Los niños eran otro reto: curiosos y alegres, hacían mucho ruido, preguntaban mucho y se arriesgaban a colocar todo en peligro. Pero también eran la razón por la que todos querían emigrar: para protegerlos, para crear un mundo bueno y seguro para ellos. Fernando fue de los primeros en emigrar y construyó allí un modo de vida infantil que permitió a los demás niños adaptarse fácilmente.
La forma un tanto aislada en que vivía la comunidad del Cerro ayudó mucho a mantener el orden y la discreción durante el periodo del traslado. No tenían personas empleadas de fuera a su servicio, sólo ayuda ocasional en momentos de mucho trabajo. Eran extremadamente organizados en su autonomía, por lo que la gobernanza del traslado transcurrió sin contratiempos, con cada grupo esperando su momento definido colectivamente según criterios aprobados por todos. Contaron a sus vecinos que la gente de la comunidad renunciaba a vivir en condiciones tan difíciles y regresaban para las grandes ciudades de donde procedían, explicando así el vacío de la eco aldea. Y así se fue despoblando y la Cumbre del Cerro se fue poblando. Se desplazaron poco a poco y trajeron consigo un modo de vida sobrio, cooperativo, ecológico y trabajador.
Arriba, en las montañas, el trabajo era duro, pero la interacción con el mundo exterior que existía abajo fue sustituida por una profundización en el modo de vida «no material» en el Cerro de la cordillera. El mundo de no consumo y pocas cosas que habían construido en el Cerro evolucionó hacia un mundo con menos cosas y aún más actividades culturales y espirituales. La segunda generación de habitantes en el Cerro de la cordillera tenía habilidades no convencionales muy superiores a las de sus padres. Libres de la escuela tradicional y de las distracciones del viejo mundo, los niños fueron educados en el Buen Vivir: afecto, autoconocimiento, comportamiento altruista, decisiones y tareas compartidas, rituales de conexión con la Naturaleza. De este modo, desarrollaron su potencial creativo e intuitivo, permitiendo incluso el desarrollo primitivo de la telepatía, por ejemplo, como nueva forma de comunicarse entre ellos.
Eran como nuevas tribus indígenas, portadoras de lo mejor de las poblaciones «civilizadas»: el respeto de la individualidad y de las opciones de cada uno, la igualdad de género y la escucha de los jóvenes, el conocimiento de técnicas y herramientas que facilitan la vida, la gobernanza participativa donde todos tenían un lugar inclusive para los ancianos. Este renacimiento a la vida comunitaria tribal en la naturaleza contenía lo positivo de dos mundos y la comunidad en el Cerro de la cordillera lo sabía, preparándose para, en algún momento, cuando volviera la paz y la estabilidad, compartir en directo con las comunidades exteriores lo que habían aprendido en esta fusión.
No había cacique, sino jefes de servicio circulares, grupos de trabajo y círculos de discusión por temas entre las personas más en sintonía con determinadas cuestiones esenciales vinculadas a la vida cotidiana. La asamblea comunitaria siempre estaba asistida por alguien que dedicaba su vida a determinadas tareas: cómo educar a los niños, mejorar la producción agrícola, mantener la salud de la gente, resolver conflictos internos, compartir recursos y planificar el futuro, por ejemplo. No había un chamán, sino varios tipos de sabios y sabias que servían a la comunidad y tenían autoridad en su servicio al colectivo. La historia de la tribu era contada oralmente y por escrito por el guardián de la historia, el lugar que hoy ocupa Nara, las manifestaciones culturales y rituales eran organizadas por personas que mostraban talento para ello desde una edad temprana. Cada persona que nacía era celebrada por el servicio que iba a prestar y la forma de Vida que poseía, cada persona que moría era agradecida por todos y se despedían para encontrarse más tarde, en otros mundos, según creían.
El primer siglo del tercer milenio había sido, pues, turbulento y destructivo, pero había engendrado una nueva civilización en focos perdidos del planeta, como en el Cerro. Mientras el viejo mundo experimentaba penurias, separaciones y guerras, estos nuevos mundos aprendían a vivir en paz, con la firme convicción de que todo está conectado y de que cada gesto individual pesa sobre el todo. La ciencia más avanzada del milenio concordaba con las tradiciones ancestrales, afirmando que todo vibra e interfiere en el todo vibratorio, construyendo así la vida material. Los serranos estaban tan atentos a sus pensamientos y sentimientos como a sus actos, para que la claridad, la paz y la armonía alcanzadas en el campo sutil se reflejaran en el mundo material que estaban construyendo.
Otras comunidades alrededor de todo el mundo también estaban experimentando este paradigma emergente, mucho más femenino y colaborativo, mucho más espiritualizado e inteligente: un mundo de igualdad y sentido del propósito, un mundo más adulto en el que cada persona intentaba poner de su parte para construir el Todo conectado. El panorama del viejo mundo mostraba la enormidad del problema creado por el paradigma infantil de la separación: los salvadores de la patria se sucedían, prometiendo resolver los problemas del clima y la guerra, en grandes disputas por el poder y con pocos resultados. Las «masas» vivían con la ilusión de que alguien resolvería sus enormes problemas y se refugiaban en el fanatismo religioso y en las ilusiones creadas por la inteligencia artificial, en particular en los mundos ilusorios de felicidad imaginaria y de culpables malvados perseguidos y encarcelados. Al no asumir la responsabilidad de su destino, quedaron atrapados en la rueda infantil de la dependencia.
Pero cada vez más personas cuestionaban este estado de cosas, se rebelaban, se alejaban de esta realidad dura y fantaseada al mismo tiempo. Las mentes se rebelaban contra la dictadura de la razón y se daban cuenta de que la sabiduría de los mitos era tan explicativa de los mundos como la física cuántica o la física del multiverso. Y querían más intuición y arte. Las emociones permitieron la liberación al darse cuenta de que la tristeza lleva a la tristeza, la opresión lleva a la maldad, la baja estima lleva a la enfermedad, el vacío lleva a la superficialidad, el odio lleva a la guerra. Y querían más alegría y amor. Sus cuerpos les enseñaron que lo que comes, lo que sientes, dónde vives, cómo te mueves, cómo duermes y respiras determinan la salud o la enfermedad. Y querían ligereza, naturaleza y afecto. Y el alma enseña que sin darse cuenta de que todo está interconectado en el continuo vibratorio que anhela evolucionar, cada persona no puede encontrar su lugar en la red del mundo donde todos y cada uno tienen su propósito y su lugar sagrado.
Y así, los que buscaron alternativas acabaron encontrando sus propios caminos e incluso estas experiencias innovadoras, las comunidades que se escondieron para sobrevivir. Encontrar un mundo así, íntegro y real, funcionando de una forma tan sencilla, pacífica y alegre fue un bálsamo para quienes tuvieron la suerte de tal encuentro. Era un renacimiento de la esperanza, un portal de posibilidades. Y la comunidad del Cerro de la cordillera lo sabía. Como muchos otros. Llevaban mucho tiempo esperando el momento oportuno para mostrarse y ahora que el declinante mundo exterior ya no era una amenaza tan grande, había llegado el momento. Ya lo habían intentado muchas veces, de forma aislada, pero se habían echado atrás en nombre de su propia seguridad. Ahora se preparaban para actuar juntos, inundando el mundo con verdades sencillas que atestiguaban en la vida cotidiana: la vida es mucho más que materia; el amor está incorporado en cada gesto; la Naturaleza es la Madre Sagrada; lo femenino y lo masculino son almas complementarias que se manifiestan mucho más allá del género biológico; la diversidad es la fuente de toda riqueza… y tantas cosas obvias por el estilo…
La conexión entre comunidades alternativas y tribales siempre había existido en la gran red de información virtual, pero sin mostrarse al gran público. En las capas profundas de la Internet, la gente renovaba relaciones que habían existido en forma real antes del colapso, o alimentaba otras nuevas, tejidas virtualmente a lo largo de décadas. El comité de conexión era una realidad en casi todas las comunidades, perfeccionando tecnologías, evaluando riesgos de ser descubiertos y, por tanto, perseguidos e incluso destruidos. La comunicación virtual era la cara material de una comunicación más profunda, algo telepática, de valores, formas de vida, aprendizaje, narración de historias e incluso historias de amor. Así es como Artur conoció a Nzumba, virtualmente, y cómo se desarrolló el romance de forma rocambolesca, entre dos miembros de equipos de enlace de una comunidad brasileña y otra angoleña.
Artur compartió con la red de comunidades alternativas las historias contadas por Nara sobre su propia comunidad, además de abordar las cuestiones técnicas de la creación de redes en la internet profunda. Nzumba era la guardiana de la historia de su comunidad Malungo y, a diferencia de Nara, también era una apasionada de la tecnología. Con Artur contando las historias de su hermana, surgió una pasión virtual entre los dos y Artur atravesó el océano -a pesar de todos los peligros y dificultades de estos tiempos- para encontrarla y traerla al Cerro de la cordillera. Después de dramáticas aventuras y toques románticos, hoy juntos en Brasil, se proponían llevar al mundo la existencia casi mítica de estas comunidades del Buen Vivir. Malungo y el Cerro de la cordillera, como miles de otros asentamientos humanos, habían inventado formas de vida excéntricas, tan diversas y tan parecidas en su esencia de ser una alternativa a la guerra y al colapso climático.
De forma amorosa, las comunidades regenerativas buscaron el contacto con los rebeldes que aún vivían en el viejo mundo y se esforzaron por construir alternativas en el mismo lugar, donde ellos vivían. De forma articulada escribieron sus historias de resistencia, en un gran bordado de creatividad humana frente a la barbarie que era necesario conocer para desenmascarar la mentira de una falsa realidad creada para engañar. De forma cooperativa, tejieron discreta y continuamente lazos económicos y culturales para reforzarse mutuamente. De forma virtual, ajustaban sus planes para «invadir» de una vez el viejo mundo, para que su existencia múltiple y esperanzadora no dejara lugar a dudas de que era real. De manera concreta, las comunidades se preparaban para recibir con casa y comida a quienes quisieran venir a reforzar la gran reconstrucción y dar testimonio de que otro mundo era posible.
El gran teatro multilingüe y multicolor se abrió al mundo el mismo día, al atardecer, a distintas horas en los cinco continentes. La comunidad serrana bajó de las alturas en pequeños grupos para presentar en diferentes ciudades: música, danza, alegría, disfraces, sonrisas. En muchos lugares de la Tierra, estos excéntricos vinieron a mostrar lo que habían construido a lo largo de un siglo de retiro. Era el 18 de agosto de 2146: en el invierno del Sur y el verano del Norte, la fiesta fue inolvidable. Las inesperadas escenas de sencilla alegría, autenticidad y color, en teatros que narraban las aventuras de cada comunidad para sobrevivir y prosperar, mostraron al mundo que la búsqueda humana por la evolución nunca había desaparecido. Que la retirada del mundo había sido una fuerza constructiva que había permitido el desarrollo de otras realidades. En un momento en que el mundo tradicional luchaba y se refugiaba en la falsa realidad frente a la destrucción, nacían nuevos mundos en la Naturaleza regenerada, en las relaciones igualitarias y amorosas, en el poder compartido, en las necesidades básicas garantizadas a todos.
La cálida receptividad de la gente que se enfrentaba al viejo mundo desde dentro permitió que la fiesta se expandiera rápidamente desde el pequeño grupo original de fuera hasta llegar a más y más curiosos, asombrados y encantados. Las noticias dieron la vuelta al mundo con imágenes e historias tan diversas como igualitarias. La afluencia de jóvenes era asombrosa: ¿de dónde habían salido esos ángeles caídos que mostraban puertas de diferentes cielos de la tierra? ¿Cómo no emocionarse ante tanta alegría sana, tanta autenticidad y belleza? Como en los tiempos en que los circos llevaban consigo nuevos soñadores y artistas, las caravanas regresaron a sus nidos llenas de nuevos miembros que querían descubrir el modo de vida que rebosaba arte, ligereza y compartir junto al duro trabajo de responsabilizarse de su propio sustento, de la realización de sus propios sueños. Ese día, cuando el viejo mundo ya se tambaleaba por sus propias contradicciones y fragilidad, la esperanza que llevaba décadas germinando y prosperando se llevó por delante a multitudes.
A partir de ahora, no todo será un cuento de hadas, aunque las comunidades se fortalezcan con nuevas gentes e ideas que resistirán los esfuerzos por aniquilarlas hasta su completa derrota. Nara, la guardiana de la historia de la comunidad en el cerro de la cordillera, contará a sus hijos y nietos el coraje de su linaje para empezar de nuevo y al hacerlo, mostrará el camino a los que la seguirán. Muchos guardianes de todo el mundo seguirán contándonos los antecedentes de 2146 y cómo se desarrollará la historia desde el gran teatro planetario itinerante. A partir de ahora, las historias de resistencia y regeneración se entrelazarán definitivamente: ya no son comunidades alternativas aisladas, sino de diferentes cerros en la cordillera y de una red de muchos sueños construidos colectivamente y más que nunca conectados. Traen consigo la gran fuerza que mueve los engranajes evolutivos del mundo: la búsqueda de la coherencia, el amor y la alegría. Coherencia entre lo que se dice, lo que se siente y lo que se hace. La alegría de estar completos. Y de estar amorosamente junto con los otros y las otras.
Traducción del portugués por Patrícia Kafure