Javier Milei se despierta y revisa su teléfono. Su WhatsApp explota de mensajes, su cuenta en X está en llamas. Un nuevo escándalo financiero estalla en las redes, pero no es un problema: es una oportunidad.

Desde la noche anterior, la caída de su criptomoneda oficial, la que llevaba su nombre y prometía liberar a los argentinos de la opresión del Estado, es tendencia mundial.

Miles de ahorristas perdieron su dinero en cuestión de horas. Pero la culpa no es suya, sino de la gente que invirtió sin entender, de los periodistas “colectivistas” que no creen en la “mano invisible”, de los “zurditos” que nunca van a comprender cómo funciona el Mercado.

El derrumbe de la criptomoneda no es más que una consecuencia lógica del mundo que Milei defiende: un universo donde la especulación es la norma, donde el dinero no es más que información circulando a velocidades imposibles, donde las oportunidades se crean y destruyen en fracciones de segundo.

Lo importante no es la estabilidad, sino el vértigo, la promesa de una ganancia instantánea, la sensación de que cualquiera puede ser rico si juega bien sus cartas. Es la lógica del casino, pero sin croupiers, sin reglas claras, sin garantías de que alguien realmente se lleve el premio.

Milei no ve un problema en esto. Su carrera política es, en sí misma, un producto financiero. No es un economista en el sentido tradicional; es un influencer de la economía, un hombre cuya marca personal cotiza en la bolsa de la atención. Su discurso es un activo volátil que sube y baja dependiendo del entusiasmo de su audiencia.

Un tuit suyo puede hundir una empresa, disparar una moneda, generar una tormenta de odio o amor en segundos. Y si algo sale mal, si la realidad choca contra su narrativa, siempre se puede reconfigurar la historia. La culpa nunca es del sistema, sino de los perdedores que no supieron adaptarse.

Los nuevos señores feudales

La caída de la criptomoneda es apenas un síntoma de un fenómeno más grande. El capitalismo ya no se basa en la producción, sino en el control de la infraestructura digital. No importa si hablamos de dinero, transporte, información o incluso relaciones sociales: todo pasa por plataformas privadas que actúan como los nuevos terratenientes.

Google es dueño del acceso al conocimiento, Amazon es dueño del comercio, Facebook (o Meta) es dueño de las interacciones humanas. Ahora, con la moneda de Milei, la especulación también tiene su propio feudo.

Estas plataformas no producen nada en sí mismas. No crean valor, sino que extraen rentas de la actividad de los demás. Funcionan como castillos medievales desde los cuales sus dueños regulan el paso, fijan pesas y deciden quién prospera y quién se arruina. No hay libre competencia, solo diferentes grados de servidumbre.

El mercado de Milei opera con la misma lógica. Su moneda digital no busca reemplazar al peso ni fortalecer la economía real: su propósito es generar dependencia. El Estado, al desentenderse de la regulación, cede el control del dinero a empresas privadas, fondos de inversión y especuladores. Los usuarios no son ciudadanos, sino siervos de una arquitectura invisible que deciden su destino sin dar explicaciones.

Pero el verdadero golpe maestro del sistema no es económico, sino cultural. Las plataformas han logrado que la precariedad sea percibida como libertad. Trabajar sin derechos se convierte en “ser tu propio jefe”. No tener seguridad social es “vivir sin ataduras”. Apostar el salario en criptomonedas es “invertir en tu futuro”. La promesa de Milei es exactamente esa: un mundo donde no haya límites ni protecciones, donde cada individuo sea responsable de su propia supervivencia. Es el sueño de la autoexplotación total.

El colapso como espectáculo

Mientras tanto, la caída de la criptomoneda sigue generando contenido. En YouTube, influencers libertarios explican por qué la culpa es de los “poco informados”. En X, los bots amplifican el discurso oficial. En TikTok, aparecen videos de jóvenes que, con una mezcla de orgullo y resignación, cuentan cómo perdieron todo en el crash. El derrumbe de la moneda se convierte en parte del entretenimiento. La indignación dura lo que dura una tendencia.

Milei lo sabe. Su ascenso se basa en esta lógica: cada crisis es una oportunidad para alimentar la máquina del compromiso. Cuando su moneda colapsa, no pide disculpas ni asume responsabilidad. En cambio, redobla la apuesta. Declara que la verdadera solución es profundizar aún más el modelo. Que el problema no es el mercado, sino los “socialistas” que intentan regularlo. Y mientras todos discuten su última declaración explosiva, el escándalo financiero se diluye, reemplazado por otra noticia, otro conflicto, otro espectáculo.

Al final, el sistema siempre gana. Los inversores arruinados buscarán nuevas formas de recuperar su dinero, nuevos activos en los cuales apostar. Tal vez la próxima moda sea una nueva moneda, una nueva aplicación, un nuevo esquema financiero disfrazado de innovación. Y cuando llegue el próximo colapso, el ciclo volverá a empezar.

Milei, mientras tanto, seguirá ahí, en la pantalla de cada teléfono, gritando sobre libertad, mientras el mundo que defiende se hunde en el caos.

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