¿Les ha pasado que una breve noticia o historia impacta de tal manera que casi instantáneamente les queda inscrita en la memoria, indeleble? A mí sí, muchas veces, pero la última semana, una ha vuelto como letanía. Se trata de un pirulo de tapa del diario Página 12 de fines de febrero de 2017 y que contaba que, la mañana anterior, debajo de un puente en Tijuana cerca del paso fronterizo entre México y Estados Unidos, habían hallado el cuerpo sin vida de un hombre que a su lado tenía una bolsa plástica con sus pertenencias y que esa bolsa era la que solía entregar el servicio de aduanas de los Estados Unidos al deportar personas. Decía también que “según testigos, antes de saltar gritaba desesperado porque lo habían deportado y no tenía adónde ir”. Su nombre era José Luis Jiménez, tenía 44 años y Donald Trump acababa de cumplir el primer mes de su primer mandato presidencial en los Estados Unidos.
Recuerdo la mañana en la que leí ese pirulo de tapa y lo recuerdo en el único lugar fiable para medir la verosimilitud de la memoria: en el cuerpo. Y entonces vuelve de alguna manera el nudo en la garganta que ese día no pude contener. Lloré caminando el trayecto de las calles que separaban el puesto de diarios y la Facultad de Filosofía y Letras. Todavía me perturba la imagen de desespero de ese hombre, en ese puente, lo imagino llorando, en su mente la velocidad de instantáneas de su vida arrebatada, los cuerpos y los rostros que ya no podría ver ni tocar, agarrándose la cabeza, con la miserable bolsa en las manos justo antes de saltar. El dolor y la crueldad. Por esos días José Luis Jiménez fue mi pensamiento recurrente, escribí sobre eso y creo que, silenciosamente, a ese desconocido le hice un duelo.
Pero el fascismo es perverso y obstinado, así que, ahora, años después, esa imagen, esa historia y ese pirulo de tapa han vuelto a nuestro presente y a mi pensamiento. Resulta que el mismo presidente acaba de inaugurar su segundo mandato aplicando –entre otras– la misma medida de deportación que tanto suele erotizar a la derecha toda y a sus votantes. Pienso en la tensión diplomática entre los gobiernos de Colombia y de Estados Unidos por ese hecho y celebro la decisión de Bogotá al negarse rotundamente a recibir a sus ciudadanos deportados esposados, y mandar aviones de bandera colombiana a buscarlos. Y creo que ahí está el eje de la discusión, que no es otra cosa que la dignidad, porque migrar no sólo no es un delito, es condición humana y constitutiva de nuestra especie por definición.
Pero ha vuelto José Luis Jiménez y sus 44 años ¿Puede una vida entera entrar en una bolsa? ¿Amar, doler, vivir, ser persona en un lugar es un asunto jurisdiccional? Pienso en él, de nuevo, imagino una vida en códigos culturales compartidos, como la que yo tengo. Me pregunto cómo habrán sido sus desayunos y en qué creía, pienso en los santos a los que se encomendaría diariamente y en los recuerdos de su infancia. Me pregunto qué olores estarían fijados en su mente con alegría y si quizá haya tenido el placer de haber tenido abuelas, mexicanas seguramente, que le hayan besado la cabeza antes de ir a dormir. Qué le habría gustado más ¿el amanecer o el atardecer? Pienso en cómo habrá sido para él la decisión de migrar y en lo difícil que debe ser la vida estando indocumentado en un país. ¿Llamaría por teléfono a su madre? ¿Pensaría en su familia mexicana con la misma nostalgia que mis amigas y amigos porteños piensan en sus abuelas y familias italianas? ¿Lloraría en silencio extrañando y a veces deseando solamente volver? ¿Habrá sentido la plenitud que se siente encontrar el lugar en el mundo, aunque no sea en el país en el que se nació? ¿De qué club de futbol mexicano sería hincha? Creo que quizá cuando cocinaba tacos habrá sentido la misma emoción y nostalgia que siento yo cuando cocino frijoles o ajiaco. ¿Tendría hijos o hijas? Pienso en la taza de café caliente que se habrá enfriado en la mesa de su casa, esperándolo, ese día.
Todo esto es mucho más que un pirulo de tapa. A José Luis Jiménez le quitaron la vida antes de que él se la quitara. Quiero pensar que su cuerpo habrá tenido un ritual de despedida, que lo habrán podido llorar, viéndolo y tocándolo muerto las personas que lo amaban.
Me pregunto a cuántas y cuántos Josés Luises Jiménez les arrebatan la vida antes de que mueran o se maten. Vienen las imágenes de los de estas semanas, expulsados y humillados. Y entonces el eco de su grito desesperado en el puente de Tijuana llega hasta estos días. La pulsión de la vida, de la muerte y del deseo ocurren en nuestra forma más primitiva, la lengua con la que lamemos un cuerpo es la misma con la que nos inscribimos en un lenguaje. José Luis Jiménez, de 44 años, seguramente trabajó en inglés, pero si él, desesperado, gritó en español, con seguridad también habrá rezado en español y entonces, mientras su cuerpo caía debió haberse despedido de su vida, también, con y en la misma lengua en la que amó.