La escena fue así: barrio de Almagro, sábado de verano, tranquilo, caluroso, justo antes del mediodía y bajo el sol picante chocan dos autos en el cruce de la Avenida Corrientes y Bulnes. Pero, ver dos autos chocados no es nada del otro mundo, entonces ¿qué hace a la imagen tan intrusiva en la memoria? El detalle, para nada menor, de que uno de los autos implicados era un patrullero de la policía que, además, terminó metido, de trompa, en el local de empanadas y medialunas que hay en esa esquina. Inolvidable. Me cuesta mucho no reconocer el elevado nivel poético de la escena y también me cuesta no reírme ante el recuerdo del varonil auto de robocops porteños con panza, sin la más mínima muestra de control y tan cerca del horno caliente lleno de empanadas, pero no me alcanza con la risa –siempre tan bienvenida– porque sigue la inquietud que no sé cómo se llama pero que es esa radio encendida, de fondo, que se alimenta con la batería de la búsqueda de significados.

Resulta que he pensado frecuentemente en esa imagen a la vez que me pregunto por qué lo hago. Esa escena ¿qué tiene para darme? ¿Por qué solicita tanto el rumiar de mi cabeza una escena de la que yo no hago parte? ¿Qué me quiere mostrar? No lo sé y en parte no quiero saberlo, buscar tantas respuestas exactas viene del tedio. Pero sospecho que así también nacen algunas veces los temas y recuerdo que es menester imperioso en la vida observar y escuchar, incluso un choque de un patrullero y los rumores de los vecinos que lo observan, incluso todo lo que a uno le produce esa, o cualquier otra escena.

Entonces voy al término y al hecho de chocar. Es un verbo, pero un verbo que presenta una acción tremenda porque es la de dos fuerzas contundentes enfrentadas que implican necesariamente una detención. Luego del choque viene una interrupción, un enlentecimiento y una necesidad imperiosa de la comprensión del suceso. Para que un choque sea tal, exige una cesación. Frente al choque las personas se detienen, observan, algunas preguntan, el transito camina lento y las personas que van en él abren sus ojos tratando de que les entre la escena entera. Un choque suscita un suspenso en el que se observa todo con una velocidad que jamás provocaría uno. Entonces creo que la vida es un chocar permanente y que ese mismo mecanismo es el que se produce entre personas. Chocamos unos con otros o entre todos, a veces no es nada, pero otras veces es colisión, y está claro que hay colisiones entre almas y cuerpos que tienen límite, pero no por eso tienen finitud.

La búsqueda de significado implica un estado de lentitud y suspenso que no es apatía y entonces no estaría tan mal abrazar lo que no termina nunca de tranquilizarnos. Hay un riesgo –fantástico– que implica el pensar sin pretender concluir y en la manera en la que eso nos invita a dudar. A los pensamientos, a la rabia, al deseo, a las imágenes, al silencio o al amor no hace falta domarlos, investirlos con un significado ni pedirles una explicación, aunque caigamos en ello repetidamente.

Me gusta pensar en que el cuadro de Avenida Corrientes y Bulnes tiene, como mínimo, la misma cantidad de interpretaciones como personas lo vimos y que bien supo estimular la capacidad de asombro. Pienso entonces en mi acontecimiento: se estrelló un patrullero de la policía que, invadido por el olor irresistible de las medialunas del barrio de Almagro, condujo a toda velocidad desde el barrio de Palermo, con las luces policiales azules encendidas y sirenas a todo volumen, pasándose todos los semáforos en rojo hasta perder el control total sobre su cuerpo y sobre el coche. Fue tan descomunal la pulsión de su deseo, que no llegó a frenar ni a desabrocharse el cinturón ni a bajarse del auto, directamente fue a dar contra las promos de docenas de empanadas de jamón y queso y medialunas de grasa y de manteca. Y pienso que es una imagen hermosa y que irremediablemente, mientras sucedía eso, al mismo tiempo, a muchas personas de esta ciudad les ocurrió lo mismo que a ese patrullero, el amor.