Ha pasado poco más de una semana desde que tomé la decisión de interrumpir mi viaje en bicicleta a lo largo de la Perú Great Divide, un recorrido de casi 1,500 km que cruza las majestuosas cordilleras andinas de norte a sur.

Por: Alessandro Cuneo*

Las razones detrás de esta decisión fueron varias: diecisiete días consecutivos de lluvias incesantes, la altitud constante entre los 3,000 y 5,000 metros, que mi cuerpo tuvo dificultades para tolerar, y los caminos de tierra, casi intransitables debido al mal clima. Estos factores transformaron una aventura extraordinaria en un desafío agotador.

Viajar en bicicleta es una experiencia envolvente, pero a veces puede ser implacable. Cada día parece una repetición, y la ausencia de distracciones da espacio a la mente para divagar. Los pensamientos fluyen libres, como nubes en el cielo: a veces ligeros y rápidos, otras densos y tormentosos. Es en esos momentos que las ideas se aclaran y uno se conoce mejor a sí mismo.

Una aventura en el corazón de los Andes

El propósito principal de este viaje no era solo admirar la belleza salvaje de los Andes, sino también sumergirme en la cultura y la vida del pueblo andino. Y, ¿qué mejor manera de hacerlo que en bicicleta? Un medio de transporte lento y respetuoso, ideal para conectar con el territorio.

Durante diecisiete días, mi rutina de estudiante universitario se transformó radicalmente. Las jornadas estuvieron marcadas por madrugones, kilómetros recorridos bajo la lluvia y la búsqueda de refugios para pasar la noche.

Partí de Carhuaz, en la región de Áncash, el 9 de diciembre, en una bicicleta comprada de segunda mano apenas dos días antes. Sin embargo, ya el segundo día enfrenté mi primer obstáculo: mientras ascendía hacia Punta Olímpica, un paso de montaña de 4,700 metros en el Parque Nacional Huascarán, se rompió el piñón de la bicicleta, obligándome a regresar al valle haciendo autostop.

Después de meses viviendo en una residencia estudiantil en Lima, compartida con personas de todo el mundo, me encontré solo, con mi bicicleta y la naturaleza como únicas compañeras. Este contraste resultó poderoso y revitalizante.

La hospitalidad de los Andes

Los Andes me regalaron paisajes impresionantes: altiplanos, lagunas, cañones y glaciares. Pero lo que más me marcó fue la generosidad de su gente. En cada lugar al que llegaba, siempre había alguien dispuesto a recibir al «joven gringuito en bicicleta». La hospitalidad y bondad del pueblo andino me conmovieron profundamente.

Un momento inolvidable ocurrió el tercer día, después de cruzar el paso Huachucocha a 4,341 metros. Sorprendido por un repentino aguacero, me refugié en un pequeño establo, donde preparé un mate de coca para calentarme. Más tarde, un hombre local me invitó a pasar la noche en una habitación de su casa. La velada transcurrió entre charlas y curiosidades: él, interesado en mi equipo; yo, fascinado por su vida cotidiana.

Otro recuerdo especial fue en el pueblo de Parquín, donde presencié una chocolatada navideña tradicional. Tras una subida agotadora, apenas llegué al pueblo, me ofrecieron una rebanada de panetón y una taza de chocolate caliente. Este simple gesto encapsulaba el espíritu de solidaridad de las comunidades andinas.

Cada encuentro a lo largo del camino enriqueció el viaje con historias de resistencia y determinación. Conocí a personas que, a pesar de las dificultades, eligen permanecer en sus tierras, enfrentando un clima cada vez más adverso para preservar sus raíces y tradiciones.

El cierre de la aventura

Unos días antes de Navidad, al alcanzar un paso a 4,850 metros entre Parquín y San Miguel de Vichaycocha, mi cuerpo y mente enviaron un claro mensaje: era hora de parar. La altitud y el frío habían cobrado su peaje, y decidí concluir el viaje. Había logrado mi objetivo de conocer de cerca los Andes y a su gente. Era momento de escucharme a mí mismo.

El día siguiente, completé la última subida y descendí hacia San Miguel de Vichaycocha, donde finalizó mi travesía en bicicleta. En los días posteriores, exploré la zona a pie con dos amigos, compartiendo anécdotas y sueños para el futuro.

Antes de regresar a Lima, recorrí con calma el último tramo, acompañado por los recuerdos de cada sonrisa, encuentro y paisaje. Despedí este viaje con una frase que escuché varias veces en el camino: «Tinkunakama», que significa «hasta que nos volvamos a ver».

 

(*) Alessandro Cuneo es un estudiante italiano de 24 años que se ubica en Lima donde realiza un intercambio universitario en la Pontificia Universidad Católica de Perú. Montado en bicicleta, empezó una travesía en Huaraz, por los Andes Peruanos.