Les pedí por favor que no lo mencionaran más porque me hacía daño. Algo adentro me dolía mientras escuchaba esa conversación bajo la oscura noche del campo sobre la paulatina ausencia de las luciérnagas. Puede ser que mi herida esté fresca porque hace tan solo algunas noches, con mi hermano, mirando al cielo nocturno, recordamos nuestra infancia en las montañas de Colombia, rodeados hasta el estruendo de esos insectos vitales y sostenedores de la imaginación.
Me encantan los términos en español y en inglés para nominarla: luciérnaga y firefly, respectivamente. Pienso entonces que en donde algunos ven luz otros ven fuego y otros, poesía. Resulta fascinante también, el hecho de que sea en un cuerpo diminuto donde se produzcan ambas y de paso, es precioso pensar en cómo los sucesos con fuego, luz o calor activan la memoria, traen el recuerdo de algún acontecimiento o persona con la rapidez misma de un insecto. Me pregunto entonces si no tendremos los humanos un mecanismo de bioluminiscencia que se active con las emociones. De ser así, es válido entonces sospechar que –para alivio de la humanidad– el hipotálamo sea en realidad un nido repleto de luciérnagas.
Resulta que no están tan alejadas de lo humano o más bien, lo humano no está tan alejado de lo artrópodo porque tienen, también, abajo del abdomen sus órganos de luz. Y sucede que cuando ahí se juntan el oxígeno con un elemento especial, algún venenito de la vida llamado luciferina, se produce la magia y entonces esos pequeños insectos son dios y hacen la luz. Los faros aprendieron de ellas, porque dicen los que las estudian con aplicación, que la intermitencia de sus luces es para emitir señales, en el encendido y apagado está el tempo de sus cuerpos, su comunicación.
Pocas escenas son tan tristes como la de una noche calurosa, imponente y entera, pero sin luciérnagas. Es como pasar una noche de desvelo en frente del ser amado y no poder hacer la luz, no poder tocarlo. ¿Por dónde duele esa oscuridad? Una de las cosas que me afecta del tema de las luciérnagas es que una de las causas de su progresiva desaparición (junto a los pesticidas y la deforestación) es la contaminación lumínica. El asunto es que, con tanta luz artificial que emitimos, ellas nos pueden aparearse. Pienso entonces en la frustrada necesidad vital de la oscuridad para los cuerpos poder encontrarse y repito: no hay escena más triste.
En la luz de esos pequeños seres conviven el lugar de la observación y el lugar del asombro, hay algo íntimo e intransferible en las formas de mirar y de acercarse a la naturaleza y a lo nocturno. ¿Cómo se observa algo presente y cómo empieza a observarse cuando deja de serlo? ¿Acaso no es de ese modo que hablan las ausencias? Notar y reconocer las existencias cuando ya no están. Quizá esa sea, y con mucha puntería, una de las peores condenas al desamor y a la ingratitud humanas.
Así es que cada vez hay menos luciérnagas. Al final, al capitalismo le encanta ir aniquilando cualquier destello de vida y, sobre todo, cualquier respuesta solidaria para evitar ese aniquilamiento, de manera que se juntan dos ausencias en una, la de ellas, las luciérnagas y la de la contemplación de los humanos ¿Cómo puede ser que pasemos por alto su retirada? Ese pequeño bicho de luz atrapante y estimulador de un sin número de mundos en la imaginación, de pronto empieza a no estar. Y sobre esa ausencia sinceramente me importa un carajo lo que tenga para decir la biología –que seguramente sea preponderante y noséquémás– lo realmente importante es lo que tenga para decir la poesía que sostiene y provee de real vida a este mundo –lleno de pesticidas– de una forma mucho más auténtica y honesta que eso otro de laboratorio positivista y bla bla. Me importa lo que cuentan al respecto los niños y las niñas que vuelven de campamento y pienso, sobre todo, en que quiero mostrarle a mi sobrino de cinco años cómo es posible que él pueda ver en la oscuridad, en las noches espesas llenas de luciérnagas que buscan el abrazo entre ellas, y no en las noches rotas por pantallitas, plástico y alumbrado artificial.