28 de enero 2025, El Espectador
La columna de hoy no se trata sobre un líder en particular, así es que por favor no la lean con ojos de cazafantasmas ni con lentes de perspicacia.
Mientras escribo estoy pensando en los líderes que llegan a ejercer determinado poder para transformar un país, un sector o una región; los que consagran su saber y entender a la construcción genuina y palpable de una mejor comunidad.
Así como me seducen la coherencia y la capacidad de reconocer los errores, me repelen la prepotencia y las jaulas donde algunos se auto encierran para que nada perturbe sus decisiones y sus egos. A un líder le exijo franqueza y honestidad física y mental, y le pido encarecidamente que antes de hablar, escuche, y antes de actuar, piense.
Le pido claridad por el bien de él mismo, de quien lo sigue, y de la comunidad que impacta con sus actuaciones.
No merece llamarse líder el capataz que dicta órdenes con los ojos cerrados, el acaparador de poder y quien descalifica todo lo que no se parezca a él. No es líder quien tiene las llaves de una aplanadora destructora de historia y memoria, sino quien tiene la autoridad, la capacidad y la vocación de arar la tierra y dejarla lista y fértil para el próximo sembrado.
Por más electores que haya tenido, o por más seguidores conquistados, no llamaría líder a quien lleva a sus hombres y mujeres a la guerra y los instruye (mejor dicho, los destruye) para que sean multiplicadores de resentimientos y venganzas. Eso es caer en la debilidad de lo indigno, agachar la cabeza, envenenarse el corazón y convertirse en un instrumento más de la guerra, es decir, del fracaso.
Admiro, en cambio, los liderazgos que abren las ventanas para que circule el aire; me gustan quienes no se tragan horizontes prediseñados ni intentan perpetuar los odios de generación en generación. Amo a quienes se parten la vida abriendo caminos de conciliación, y deciden que no le gastarán un minuto de su voz a proferir discursos de intolerancia y discriminación.
Me atraen los líderes que son capaces de defender con vehemencia sus convicciones, sin que eso les impida ser capaces de rectificar y reconocer cuando se equivocan, y tienen el juicio suficiente para no caer en la trampa de culpar a los demás.
Me inspiran respeto y afecto los líderes que se rodean de personas con el corazón limpio y la cabeza bien amoblada, y no buscan espejos ni aduladores, porque no se creen mejores ni peores, ni más sabios ni más poderosos, sino humanos dispuestos a trabajar con otros y por otros, para que un pedacito de mundo sea un lugar más propenso a la vida y a la construcción de valor social.
El planeta se ha ido convirtiendo en una bomba de tiempo, y nos corresponde desactivarla antes de que sea demasiado tarde. Asesinos, déspotas y fanáticos han llevado al mundo al borde del abismo… pero no han sido solo ellos… hemos sido, también, miles de millones que hemos presenciado inermes –o no suficientemente activos– el desplome del humanismo, los egoísmos financieros, ideológicos y políticos, y hemos pensado idiotamente que mientras nuestra puerta esté blindada, lo demás no importa.
Cada habitante de este planeta tiene una cuota de liderazgo que debe asumir sin miedo, con humildad y firmeza. No hay tiempo para los brazos cruzados, ni para la crítica desde la mecedora. El cronómetro lleva años andando, y llámese Gaza o Catatumbo, Siria o Arauca, Biafra o Vietnam, no hay guerra ni hambre ajena. No hay silencio posible; no hay tiempo para la debilidad ni para la cobardía. Entendiendo, por supuesto, que valiente no es quien incita a la guerra, sino quien está dispuesto a dar hasta la vida, para evitarla.