Cuando la camarera vino a mi mesa a tomar el pedido, fijó su mirada en el lápiz que estaba dentro del libro abierto que leí esta semana. Me preguntó si lo podía tocar. Emocionada y con los ojos inundados, me pidió que por favor se lo dejara llevar al otro lado de la barra de los postres para mostrárselo a sus compañeras. “Muchachas, ¡miren esto!” les dijo con una emoción conmovedora, alzando el lápiz como si fuera una antorcha. Gritaron todas emocionadas y se lo pasaban de manos entre ellas. Cuando me lo devolvió me dio las gracias por el lápiz, porque le había hecho recordar su infancia y adolescencia, en su país, tan lejano y pegado al mío. Me lo dijo con alegría y con tristeza a la vez, y a mí se me estrujó el corazón.
Lejos de resultarme ajena o extraña su reacción, de verdad la entendí profundamente porque es justamente la emoción de ellas, uno de los motivos por los que sigo usando el Mongol 482 N° 2 de Eberhard Faber, aun cuando tenga que traerlos o pedirlos porque en Buenos Aires no los consigo. Yo aprendí a escribir con esos lápices y necesito tenerlos cerca, siempre tener uno a la vista. No exagero cuando afirmo que siento alivio al llevar uno de esos dentro del libro que esté leyendo, porque –salvo libros prestados– no sé leer sin subrayar y sin escribir en los bordes vírgenes de las hojas de los libros. El otro motivo es porque es el mejor lápiz del mundo, sin discusión y porque me ha enseñado que un lápiz sirve para muchas más cosas que escribir.
Yo no sé si a todo el mundo le suceda, pero yo recuerdo mi grafía, mis garabatos aprendiendo a escribir. También recuerdo absolutamente todas las letras que tuve hasta que me quedé decididamente con una, la que uso y me usa, con la que convivo y sabe absolutamente todo de mí. La infancia es ese lugar en el que se marinan las letras que luego, en la vida, van a convertirse en la extensión de uno. Pienso en la trayectoria de la vida, vista no en el rostro sino en las manos escribiendo. He visto durante toda mi vida la transformación de las mías con determinadas características, una de ellas es escribiendo y subrayado con ese lápiz amarillo.
He vuelto sobre esa escena de emoción que produjo la vuelta a la infancia para las chicas del café y para mí, y pienso que la infancia siempre está en uno, quiero decir que, la infancia vive permanentemente en uno y no es estática, la infancia se sigue escribiendo y urdiendo mientras se avanza en la edad adulta. Es el punto de referencia, el rito iniciático de la trayectoria.
La infancia es y sucede, pero solamente luego, con el paso de los años, es que será mínimamente entendida. Cuando somos niños sabemos que lo somos, pero porque otros así nos lo señalan, porque el mundo adulto lo repite permanentemente y crea toda una performance de la infancia que llevamos a cabo, pero no se es consciente de todo eso. Solo somos conscientes de la infancia cuando ya no se porta ni se habita más. Todo lo que viene después de la infancia es el mundo siguiente, es una de las fuerzas gravitatorias que nos mantienen con vida. La infancia es un aljibe al que tiramos cada tanto un balde para que nos devuelva el agua del centro de la tierra de nuestra biografía. Un poco así también es ser migrante, como esas chicas y como yo. Un oscilar permanente entre mundos paralelos: estoy en un acá, pero vengo de un allá entonces soy las dos cosas. ¿Soy las dos cosas?
Es exactamente igual al mecanismo entre la infancia y la adultez, sólo que con el ardor de la herida que nunca se cierra y que implica migrar. Lo abrupto que es recordar anhelando al mismo tiempo. Recuerdo los ojos llenos de emoción de la chica que vino a mi mesa y no puedo evitar un nudo en la garganta. Volver a la infancia siempre es melancólico, pero cuando además se vuelve a una infancia que ocurrió en el país que hemos dejado, ese recuerdo es una bala al corazón- Lo veo en mí, en mi hermano, en muchas de mis amigas y familiares. Vi esa bala en la mirada fija, de ella, sobre el lápiz.
Antes de salir del café le regalé mi lápiz y explotaron todas y yo también de emoción. Lo hice con el temor de no estar segura si tenía uno más de repuesto, me la jugué. Volví caminando y la infancia, el lápiz, escribir, migrar, leer, amar. Todas esas cosas juntas en un desayuno. Entré a mi casa directo al estudio sin siquiera descargar mi bolso y a abrir la caja de zapatos en la que deberían estar guardados mis repuestos de Mongol 482 N° 2 de Eberhard Faber. Busqué con el mismo desespero de un perro que excava en la arena de la playa y descubrí que quedaba el último. Lo saqué del estuche y emocionada lo miré, lo abracé contra mi pecho y respiré.