Por Cristian Salgado Poehlmann
La estrategia narrativa con la que Francisco Marín Naritelli (Talca, 1986) aborda el thriller La sangre que corre por sus venas –segunda novela en su carrera; Amuleto Ediciones, 2024– llama la atención. El libro trata la historia
de Agustín Sinclair, un tipo que deambula por la así llamada adultez joven y que construye su vida desde el rechazo de sí mismo. Abandona su profesión y a sus padres adoptivos para abrir un bar y empezar a matar gente, a personas que podrían haberle hecho daño a sus padres biológicos, desaparecidos cuando la dictadura de Pinochet. Los crímenes resultan horrorosos, de un sadismo exquisito. Y como suele suceder en las novelas de este tipo, el asesino vive una vida de dos caras, la socialmente develada y la psicopática. Pero lejos de modelar un thriller en el que los acontecimientos se suceden trepidantes como caen seguidas las piezas del dominó, Marín Naritelli opta por un diseño extemporáneo si al hablar de suspenso se trata. La sangre que corre por sus venas se lee mucho más como un familiar de la novela filosófica que comenzó a fraguarse durante el siglo XVIII y que tomó nuevas formas durante los siglos XIX y XX. Una historia ya mil y una veces contada, cuya propuesta estilística es audaz. El ritmo narrativo y la vertiginosidad se entrampan en pro de satisfacer una obsesión por indagar en el pensamiento y el delirio del ser humano.
Ya en el primer capítulo de tu libro me vinieron a la cabeza dos instituciones de manera instantánea. Crimen y castigo y La novela negra nórdica.
La literatura rusa, en especial Dostoyevski, despiertan mi fascinación. Siempre me he preguntado por la inmensidad de ese pueblo sometido a lo intempestivo, desde lo climático hasta lo político, una historia difícil, la guerra, la muerte, la desolación, los zares. No es menor una narrativa que surge de eso que es ominoso, que está más en las sombras que en las zonas luminosas. Respecto a la novela nórdica, me declaro ignorante más allá de referencias vagas y, claro está, imprecisas. Pero esa brutalidad me hace sentido, esas temáticas que surgen de lo grotesco, de la sangre, del desmembramiento, del existencialismo a secas. No creo en el buenismo ni en la redención. Como dice Žižek, el arte es cruel y debe incomodar.
¿Y cómo incomoda La sangre que corre por sus venas?
Me gustaría creer que incomoda en varios sentidos. Primero, por la literalidad de ciertas escenas eróticas y sangrientas. Segundo, y lo que más me interesa, a un nivel filosófico y conceptual, la discusión acerca de la víctima victimario. Vivimos en una época que sacraliza ciertos discursos, que enaltece a la víctima, pero que la pone a su vez, paradójicamente, en un lugar más bien pasivo, despojada de toda acción narrativa. Y lo otro: creo que es crucial la pregunta acerca de que una víctima lo será por siempre, ¿una víctima no puede hacer el mal? ¿Mutar? Pensaba en Foucault y ese pensamiento permea la novela.
Ejemplos históricos tenemos por doquier, el caso de Israel y el genocidio del pueblo palestino en Gaza.
¿Se puede seguir justificando cierta superioridad moral por todo lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial?
En un principio tu novela se presenta como un thriller repleto de sesos, vísceras y huesos. Puedes ver los nervios entre la carne. Pero después optas por un camino discursivo, en el que los personajes y sus interacciones y diálogos pasan a ser más importantes que la acción. ¿Por qué?
Leía hace poco a Sumalavia, escritor peruano, y su novela Mientras huya el cuerpo, en la que decía a modo de clasificación (aunque estas siempre son arbitrarias e insuficientes) que hay escritores que plantean ficciones como máscaras de otras historias. Bueno, creo que ser un escritor “Emma Zunz”, o sea, esta novela que se narra en el plano de lo policial, tiene un subtexto, creo yo, me imagino, con aciertos o desaciertos, en el cual buscaba adentrarme en ciertas cuestiones, pensamientos, discusiones, reflexiones.
Allí aparece mi interés por la filosofía, por el alma humana, lo bueno y lo malo, la justicia, la venganza, la noción de víctima y victimario, una mezcla algo antojadiza de Foucault, Rancière, Kundera, Shakespeare y Salinger. Me gustan esos libros que son varios libros, novelas que son más que novelas. No podría dejar de nombrar, por ejemplo, Rayuela, de Cortázar.
¿Y qué libros no te gustan?
Del tipo Paulo Coelho, autoayuda. Como si existiera algo así como una caja mágica de soluciones existenciales. O bien, aberraciones históricas como el libro que escribió Diego Zúñiga sobre María Luisa Bombal, una biografía a toda vista condescendiente y profundamente conservadora. La moralización de la literatura es tan nefasta como la moralización de la historia.
“El pensamiento está en crisis”, dice Antonia, la pareja de Agustín. Y luego añade: “Todo pensamiento en crisis es contradictorio, pero ahí está la clave: ofrece oportunidades para remover lo que creíamos seguro y propio”. Esto parece ser una declaración de principios del por qué de tu estética escritural. La literatura no como un aparato de distracción, sino como una herramienta, por así decirlo, sociológica y filosófica.
Estoy de acuerdo, esa frase no es baladí. Y vuelvo a lo dicho anteriormente. Cualquier pensamiento que se jure seguro está condenado al fracaso. O no contemporáneo, parafraseando a Nietzsche. Y creo que eso delata nuestra época. Sospecho del punitivismo de pancarta, la cancelación o la funa, eso es fascismo en estado puro o, de igual forma, beatería de pésima calaña, que para el caso es lo mismo.
Algo así también dijo Gonzalo Contreras en una entrevista. Y complemento: la izquierda no puede copiarle a la derecha el manual de la Gestapo. Eso es aberrante. Cuánto extrañamos a Susan Sontag.
Ahora, no creo que los escritores seamos pontífices de nada. La novela, en este sentido, es sinuosa, dice y no dice a la vez, son diálogos, conversaciones, la idea es dejar abierta la compuerta a la interpretación, al lector, digamos, es su derecho y mi libertad. Pero es inexcusable que hay circuitos secretos que unen la literatura con la historia. ¿Cómo no pensar en La montaña mágica, de Thomas Mann, anticipándose a los vientos de guerra en Europa?
¿Te resuena Chuck Palahniuk y El club de la lucha en las problemáticas psicológicas de Agustín?
Sí, la distopía de la violencia está muy presente. Y digo distopía como un esclarecimiento central. A veces la discusión pública desoye las causas de la violencia como si entenderlas fuera lo mismo que justificarlas. No. Hay violencia. Vivimos en una sociedad sumamente violenta. Mira el Sename o como se llame ahora. Recuerdo que para el Estallido se contaba la historia de muchos chicos que tenían que embadurnarse de excremento para no ser violados. Imagínate lo que eso significa. ¿Cómo les puedes pedir a ellos una actitud ponderada y cívica? El problema es que hay mucha hipocresía en lo público, a nivel mediático pero también a nivel interpersonal, ese mal muy nuestro de querer ocultar todo bajo la alfombra, ese buenismo que supone que se pueden soliviantar esas oscuridades por medio del lenguaje o la inclusión. No creo en la psicomagia del lenguaje. No por nada Agustín, el personaje, estudió
Derecho, ¿no es acaso el derecho el paraíso de la palabra que imparte justicia? Contradictoriamente, hay en él un fastidio por las formas y las convenciones, y quiere actuar. En este sentido, Agustín es un antihéroe, digamos, para nada posmoderno, que oculta en sus acciones su perversión.
¿Qué novelas resultan ejemplares a la hora de abordar la violencia?
Te respondo rápido y puedo dejar muchas en el tintero: recomendaría todos los libros de Nicolás Poblete, lejos el mejor escritor chileno contemporáneo, en especial No me ignores y Dame pan y llámame perro. También Marta Brunet con Humo hacia el sur o el cuento “Piedra callada”, Roberto Bolaño con Los detectives salvajes y El lugar sin límites, de José Donoso. De hecho hay un guiño a este libro cuando Agustín escapa a Coltauco y llega a un bar de pueblo. Y, cómo no, Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade.
¿De dónde viene esta fascinación porque los personajes conversen sobre literatura?
Cortázar y Kundera, principalmente. Puedo pecar de excesiva pretensión, pero siento la necesidad de que mis personajes hablen y se relacionen a partir de lo que leen, perciben, reflexionen o vean. Para mí la literatura es eso, una intertextualidad continua. A veces una referencia, una cita o una canción puede develar más del momento narrativo que algo que yo pueda decir conscientemente.
Cuéntame cómo hiciste para publicar el libro.
Me propuse que la novela saliera en una editorial distinta a mis anteriores libros. Quería salir de la zona de confort, apostar. No me fue bien. ¿Sabes? Hay un problema y no menor. En Chile, si no te conocen, no te responden. Ni siquiera un mensaje escueto o un “hasta nunca”. Y eso es mala educación. A mí los discursos progres de algunas editoriales no me convencen cuando el trato es malo, porque el respeto es fundamental. Debería serlo. De la boca para afuera pero también de la boca para adentro. Hay mucho discurso vacío y poca empatía. El libro, finalmente, salió con Amuleto. A Emersson lo conozco, conozco su trabajo y hubo diálogo directo. Un libro es una cocción que depende de muchas voluntades.
Valoro en especial el trabajo de edición y, particulamente, el de portada. Nicolás Brino es un crack. El libro no sería tan potente sin la presencia de esa portada trabajada con inteligencia artificial a partir del cuadro Fury, de Francis Bacon.
¿Con qué editoriales probaste?
Prefiero omitir, para el caso fueron algunas y muy conocidas. Lamentablemente, y que no parezca un acomodo de la respuesta anterior, las editoriales independientes descansan mucho en una sola persona, lo que hace que el proyecto dependa del vaivén de la vida personal, lo bueno y lo malo. Eso te habla de lo precario y autogestionante del mundo editorial independiente.