Cuando mi abuela murió en un mes de septiembre de hace varios años mi primer pensamiento preadolescente al recibir la noticia fue: “qué espanto que va a ser diciembre”. Vaticinaba entonces el halo de tristeza que serían las fiestas de fin de año que, sin ella, empezarían a ser directamente dolorosas. En mi adultez, reconozco en ese momento el verdadero fin de una inocencia: inaugurarse en el tiempo, entrar en un calendario inventando lo que todavía no ha ocurrido, ser consciente de la melancolía, predecir el duelo y ser sabedora del final, significan, sin duda, perder todo ese candor de la infancia. Pienso entonces en los diciembres y en los finales de los años, en la algarabía y la nostalgia –la saudade más exactamente– y en cómo pueden convivir ambas emociones aparentemente tan lejanas pero solidarias. Y en definitiva creo que se trata del desafío anual que hemos creado para enfrentar uno de los dos mayores temores humanos y que no es, ninguno de los dos, la muerte. No, se trata del miedo que nos produce el final.

La muerte y el final no son lo mismo, así como la pausa y el final tampoco. La muerte es un acontecimiento único en sí mismo, irrepetible en un mismo ser. El final es permanente, es la amenaza latente a nuestros miedos más originarios. La vida está llena de finales y de recuerdos, agendas y almanaques. La muerte es el final de una vida signada por muchos finales, es el final más determinante, claro, porque es el único sobre el cual no puede predecirse absolutamente nada después. Geográficamente la muerte viene siendo el cabo de Finisterre, en su momento, para los romanos.

Me intriga pensar en la colectiva predisposición renovada que sigue al fin de año. Correr ese tan peligroso y potente riesgo de volver a creer. Se renueva un algo, el volver a fojas cero. Se cree, de vuelta, en la posibilidad de. Y entonces se pasa inmediatamente del cansancio y balance del año que finaliza, a una nueva línea de partida. Me pregunto qué queda en el medio de toda esa inmediatez propagandística, seguramente vulnerabilidades y duelos obviados y entonces las agendas son un borrón y cuenta nueva. ¿Dónde quedan las angustias y la melancolía del final? ¿Acaso el miedo por el inminente fin lo metemos en la misma caja donde guardamos el arbolito y el pesebre que volveremos a sacar en exactamente un año? ¿Qué es lo que funda un año nuevo?

Toda esa esperanza renovada del inicio de año sólo se entiende por el temor profundo del final que la antecede. Tememos el final y nos duelen los finales porque somos seres apegados. Nacimos pegados por un cordón y envasados dentro de otro cuerpo, nos pegamos a una teta y a la otra, aprendimos desde antes de ser personas a alimentarnos de otro ser y nos aniquila la orfandad. Nos seguiremos pegando toda nuestra existencia a lo que sentimos que nos cuida y alimenta, a un otro cuerpo que llene de vida al nuestro y a todo lo que no queremos que finalice, y todo esto muy a pesar de la frivolidad de los discursos marketineros del fluir, ser fitness, desapegarse y soltar, de ver series basadas en libros que son obras maestras y del vibrar y no leer, en general. Pese a toda esa banalidad somos mamíferos y seres vulnerables que sufrimos y estamos repletos de miedos ante todo lo que pueda significar o devenir en un final y entonces, colectivamente, año tras año nos ejercitamos para el fin.

Y así como todos volvemos a nuestros muertos, yo vuelvo a mi abuela y a cómo la recuerdo y la extraño siempre en los brindis decembrinos, y pienso en mi madre y en mi hermano, en los fines de año que no hemos estado juntos y entonces el nudo en la garganta me viene a señalar que el cuerpo registra mejor que las agendas, y comprendo que es imposible defenderse del miedo que nos despierta el final porque nuestras vidas están llenas de finisterres biográficas. Me gusta la imagen de lanzarse a navegar el océano de lo desconocido desafiando el fin y siempre con la curiosidad como bandera. Pienso que en el calendario, como en tantos asuntos más, volvemos a empezar la historia aunque ya sabemos el final, pero eso mismo pensaron los romanos y el final no sólo no era Finisterre, sino que todo lo que había más allá cambió a la humanidad para siempre.

Y me ubico en el fin de año que acaba de pasar y en el inicio de este, en el fin del mundo que habito y que es el lugar en el que vivo y en lo austral que es. El sur del sur el fin del mundo, el sur como final y evoco la imagen de los sures de los torsos de los cuerpos, ahí, donde se supone que todo termina es donde los cuerpos engarzados se alimentan y se dan vida. Y entonces comprendo y valoro nuestros humanos miedos y apegos, porque el miedo vive cerca del deseo, y todo final tiene sabor a inicio.