21 de enero 2025, El Espectador
La crueldad ejercida por el ELN en el Catatumbo deja en evidencia que ese grupo armado perdió la filosofía que le dio origen, perdió el respaldo popular y perdió la guerra, porque perdió la legitimidad. Y a un grupo deslegitimado –no por un adversario sino por él mismo al tirar por el precipicio su ADN– podrán quedarle muchas balas en los fusiles, pero no le queda impronta ni dignidad.
Eso de entrar a las casas a buscar a los firmantes de paz para asesinarlos; eso de dispararle a líderes sociales y campesinos, es de una maldad devastadora, y no pretendan merecer el apoyo de nadie medianamente racional.
Trabajé desde su primer al último día en el Comité Nacional de Participación, instancia derivada de la mesa de negociaciones entre el gobierno y el ELN. Con las recientes acciones el ELN le echó un baldado de sangre a su premisa de vincular a las comunidades en su propuesta transformadora. Le aposté con todo a ese proceso y no pienso que haya sido un error: sigo creyendo que no deben cambiarse las banderas blancas de las palabras, por los botones rojos de los bombardeos.
Pero que no sigan equivocándose los señores del ELN tomadores de las últimas decisiones: El pueblo no los quiere, porque traicionaron a las mismas comunidades que decían defender, abandonaron el ideario de Camilo Torres, y cometieron otro craso error: desatendieron las voces de paz elevadas por muchos combatientes al interior de la organización. Los conocí, los tuve cerca, hablé con ellos y me consta su humanidad y su disposición a parar el desangre fratricida. No todo el ELN está compuesto (o mejor dicho descompuesto) por gentes tan perversas como quienes llenan de terror al Catatumbo, y pretenden asesinar la paz en cada firmante que matan. No todo el ELN es un monumento a la barbarie y percibo que muchos de sus combatientes no apoyan estas atrocidades. Pero la guerra “es un monstruo grande y pisa fuerte”, y quienes dieron las órdenes de cometer los actos feroces, hirieron de gravedad años de diálogos y valentía. Lesionaron terriblemente los avances en construcción de confianza, y con disparos de plomo y estupidez acabaron con los latidos de muchos y con la esperanza de casi todos.
Le corresponde al gobierno garantizar la seguridad de los habitantes del Catatumbo; frenar el horror de la muerte violenta y ese pavor que ha llevado a miles de familias a empacar su vida y sus recuerdos en una caja y huir sin saber a dónde en caravanas de motos y camiones desvencijados. Los desplazamientos forzados son una infamia, y ningún gobierno que se precie de honrar al pueblo puede permitirlos.
Cada día es más urgente que se cumplan los acuerdos humanitarios; respetar el derecho a la vida, a la infancia y a la libertad. Que se cumpla ¡por fin! el Acuerdo pactado y firmado en el 2016 y la vida de los firmantes de paz sea (de verdad) un compromiso fáctico del Estado y la sociedad. El asesinato de los firmantes de paz es una vergüenza no solo para quienes ejecutan los crímenes, sino para quienes hacemos hasta lo imposible para que no se cometan.
Nos corresponde como sociedad civil rodear física y emocionalmente al Catatumbo, abrazarlo, solidarizarnos con sus muertos y con los sobrevivientes y no dejar solas a las víctimas.
Y que quede claro: Un puñado de viles tomadores de decisiones desastrosas no va a vendernos la idea de que la paz de Colombia fracasó. Los que fracasaron fueron ellos. Y a la paz habrá que llevarla a cuidados intensivos, cuidarla y no desistir hasta curarla; dedicarle alma, inteligencia y convicción, como se hace con los pacientes graves que se aferran a la vida.