17 de diciembre 2024, El Espectador
Siempre me han sorprendido las burbujas de jabón. Son tan libres que nadie las puede coger, y tan frágiles que sólo viven unos cuantos segundos; de todos los colores y de ninguno, son agua y saben volar. Mi papá las amaba, y hoy domingo –día en el que envío la columna– mi papá habría cumplido 101 años. Este recuerdo va por ti, porque trabajaste sin parar por la dignidad de las personas más vulnerables, y para que los derechos humanos se convirtieran en realidad.
Bien sabías –y contra ello luchaste toda tu vida– que existen otras burbujas, muy dañinas, construidas por los intereses creados, por los privilegios y los resentimientos, en el perverso intento de mantener el control y no perder las riendas sea cual sea el caballo en el que crean galopar. Burbujas que aíslan y que hacen todo lo posible por mantener distancias, por volverse impenetrables y convertirse en una gran caja fuerte (muchas veces vacía). Triste oficio ése de blindar corazas y corazones como si el mundo se redujera a un puñado de enemigos.
Esas burbujas–jaula se tragaron el cuento de “divide y reinarás” y atomizaron la humanidad. ¿Para qué reinar un país o un mundo fragmentado? ¿Qué tienen en la conciencia los dueños de fortunas puestas al servicio de la guerra de turno, del odio de moda y de las grandes quemas de miles de toneladas de trigo y arroz, para controlar los precios y mantener las hambrunas de pueblos devorados por la miseria y las moscas?
No son compatibles con un mundo viable las ecuaciones en las que mientras más rencores y más muertos haya, más crecen las economías particulares y más se empobrecerán la sociedad y el bienestar. Es incomprensible la manía de tantos poderosos –de izquierda y de derecha, progresistas o retrógrados– de aislarse, como si los prójimos fueran virus de smoking o de azadón, y todo y todos fueran o fuéramos una amenaza o los sórdidos estrategas de un complot.
La desconfianza, la paranoia y esa manía de aferrarse a las moléculas de odio como si fueran oxígeno sagrado, no son buenas consejeras ni buenas compañías. El modo pandemia fue una tragedia que nos tocó vivir y morir, pero trasladar esa catástrofe a la cotidianidad del ser, del pensar y del hacer, es adoptar como inevitable el desastre, y eso no genera réditos emocionales, ni económicos, ni sociales. Y claro, hay grados de “burbijismo”… pero, yéndonos a los extremos a ver si nos pellizcamos, después de Hiroshima y de Hitler, de Netanyahu, de Pinochet y Nerón, ya deberíamos haber aprendido que la prepotencia es un vicio unipersonal, de consecuencias horrorosamente masivas.
Aspiro en el 2025 a ser capaz de romper por convicción y jamás a la fuerza, una, siquiera una, una sola burbuja mía o de otros, que hoy le esté generando tristeza y dolor a alguien. Y quizá suene muy naif de mi parte, pero creo que cada uno podría romper una que otra burbuja –insisto, propia o ajena– y decidir con todas las letras, que no cohonestamos con la indiferencia ni con la marginación.
Esta columna se publicará el 17 de diciembre y vuelvo entonces a 1986, cuando las balas de los sicarios del narcotráfico mataron a Guillermo Cano Isaza, el más valiente, respetado y respetable periodista, nieto, hijo y padre de esta casa de El Espectador. Vuelvo a sentir –como esa noche– una mezcla de rabia y nostalgia, de impotencia y desconsuelo, pero también de firmeza y determinación. Cierro los ojos y vuelvo a la puerta de la clínica donde murió Guillermo; y veo a su hermano, con el alma destrozada y los ojos llenos de lágrimas, diciéndome: “Nos lo mataron, ¡pero seguimos adelante!” Y Colombia sabe que así ha sido.