Por estos días, los millones de adeptos a la fe cristiana celebran un nuevo aniversario natalicio de aquel a quien veneran como hijo de dios. El primer registro claro de la celebración del 25 de diciembre como el día del nacimiento de Cristo se encuentra en el año 336 d.C., durante el reinado del emperador romano Constantino I, pero el día fue oficialmente decretado en el año 354 por el papa Liberio, fecha que pudo haber sugerido su antecesor Julio I.

El 25 de diciembre fue elegido para coincidir con festividades paganas que ya se celebraban en esa fecha, como las Saturnalias o el culto al Sol Invictus (el «Sol invencible»), que celebraba el solsticio de invierno y el renacimiento de la luz. Esta estrategia de «cristianizar» las festividades paganas facilitó la conversión de las poblaciones paganas al cristianismo.

Asimismo, la tradición de celebrar alrededor de una conífera, así como el trineo y los renos que suelen acompañar a Santa Claus en la mitología comercial moderna, nada tienen que ver con la flora y la fauna mediooriental, lugar del alumbramiento del niño en Betlehem (hoy territorio palestino).

Ese ritual tuvo un fuerte impulso publicitario a través de la campaña que desarrolló la compañía Coca Cola a partir de 1931, asociando la imagen de San Nicolás con la de un hombre alegre y regordete que trae regalos a los niños en la víspera de Navidad.  La imagen, creada por el ilustrador Haddon Sundblom, fue difundida a través de sucesivas campañas publicitarias durante los 40 años subsiguientes.

Sin embargo, este año el tradicional “arbolito” y la festividad asociada, carecerá de sus habituales luces.

A contramano del sentir de la mayor parte de los habitantes del planeta, el mundo se encuentra sumido en una sombra de oscurantismo y violencia. Las guerras, la miseria y los éxodos masivos asociados a estas plagas asolan nuevamente distintas regiones, amenazando con desatar la hecatombe nuclear.

Miles de niños palestinos, nacidos a muy pocos kilómetros del  mesías cristiano, no vieron brillar en el cielo la estrella anunciando bienaventuranza, sino mortíferos misiles que acabaron con sus vidas.

Algo similar a lo que padecieron sus coetáneos y sus mayores en Sudán, República Democrática del Congo, Ucrania, Haití, Líbano y Siria, por solo citar algunos lugares en los que se reprodujeron homicidios masivos.

El fanatismo religioso, el nacionalismo a ultranza, el irracionalismo, el odio, el irrespeto a los derechos humanos individuales y colectivos y la incapacidad de diálogo enlutan las aspiraciones de amor y paz, mientras que cínicos estrategas geopolíticos planifican el aprovechamiento de la desunión circundante para sus ominosos fines.

Ante este panorama de desarticulación y conflicto creciente, la denominación “Naciones Unidas” parece convertirse en una cruel burla.

Es el fin de una era. Una etapa de la historia, que más allá de los avances científicos y tecnológicos, ha sido marcada por la explotación colonial y neocolonial, por inimaginable dolor y sufrimiento, por la destrucción de culturas y ecosistemas, un período signado por la violencia.

Pero como siempre ha ocurrido, la oscuridad reinante precede al nuevo amanecer histórico. Pero esta vez, dada la íntima interconexión de las culturas, no ocurrirá el reemplazo en el dominio de una civilización por otra, sino que será preciso avanzar conjuntamente, convergiendo hacia una imagen mítica que permita la inclusión de todas las diferencias, una Nación Humana Universal.

La No Violencia activa, la adopción de la empatía y el rechazo unívoco y manifiesto a todas las formas de violencia, es la sensibilidad personal y social que se corresponde con esa imagen. Es la actitud a abrazar y cultivar en todos los entornos en los que nos toca actuar, desde el más íntimo e interpersonal hasta la máxima escala política y de las relaciones entre los pueblos.

Para sanar progresivamente heridas anteriores, se hará preciso reconsiderar los perjuicios ocasionados por la violencia y el círculo vicioso que su repetición engendra, para avanzar individual- y colectivamente en una decisión irrevocable hacia la reconciliación.

Si esta imagen se consolida en la conciencia de los pueblos, no habrá poder capaz de impedir su surgimiento. Su fuerza desplazará progresivamente la herencia de hábitos mentales y de comportamiento no elegidos y entonces, sí, brillará de nuevo la luz y los múltiples ritos, confesiones y creencias, verán emerger el día que a todos les fue prometido y vaticinado, un paraíso de fraternidad y armonía en la tierra.