Hace poco me encontré con un video difundido masivamente desde EE.UU. por una red social. El vídeo muestra a un chimpancé tocando la melodía ‘Bella Ciao’ con un violín, ante las carcajadas idiotas de un público muy divertido. Por si alguien no lo sabe, ‘Bella Ciao’ es el himno de los partisanos italianos de la Segunda Guerra Mundial más famoso del mundo, uno de los símbolos antifascistas más importantes de nuestra historia. Por alguna extraña razón, no fue el himno nacional de EE.UU. ni ninguno de los clips musicales de Maluma (para no torturar al animal, ya que debe estar más cerca del cerebro del mono, solo que aún más simple), pero para el grotesco video fue elegido justamente ‘Bella Ciao’.
El objetivo es destruir el concepto humano de lo sagrado, lo absoluto, lo intocable. Es como un precalentamiento espiritual de los fieles del sistema, antes de derribar los monumentos a los libertadores del fascismo, de nuestro mundo. El primer acorde de cualquier himno nazi es la risa grosera del soberbio lumpen que además disfruta ser lo que es.
Pensando en eso, recordé otra historia de hace varios años, cuando toda la prensa del mundo que todavía pretendía ser ‘seria’ pegó el grito en el cielo cuando unas muchachas rusas, integrantes de Pussy Riot, una banda punk que nadie conocía en Rusia ni en el mundo, irrumpieron en la Catedral de Cristo Salvador en Moscú con pasamontañas de colores para hacer su estúpido y ofensivo «servicio de oración», quedando detenidas y procesadas por la Justicia. La satanización de Rusia todavía no era el proyecto principal de los ‘medios democráticos’, pero ya la prensa temblaba y salivaba de ‘indignación’ por «la brutal represión del régimen contra aquellas valientes muchachas». Extrañamente, las muchachas no fueron fusiladas, y después de ser condenadas a dos años, salieron en un año y medio amnistiadas. Más allá de posibles análisis de si era justa o no la condena, según las múltiples entrevistas a ellas, queda muy claro que les importaba un bledo los sentimientos de los creyentes a quienes insultaron. O más bien, ni siquiera entendieron el significado de su acto, pues desprovistas de talento musical y poético (si alguien no me cree, que Google lo ayude), «las muchachas injustamente reprimidas» iniciaron sus vertiginosas carreras internacionales y poco después ya brillaban en los brazos de Madonna, Hillary Clinton y otras estrellas codiciadas.
Sorprendentemente, los luchadores profesionales y aficionados contra todo tipo de discriminación, salvadores de animales salvajes y guardianes de los derechos de todas las minorías étnicas, sexuales y religiosas, nunca fueron capaces de discernir el infinito desprecio que las Pussy Riot manifestaron contra la fe y los sentimientos de los ciudadanos de su propio país, para quienes sus templos son lugares sagrados. Lamentablemente, este ejemplo no es el único. En los últimos años, hubo denuncias sobre los adolescentes, que quisieron ir a freír huevos en las Llama eterna en honor a los soldados desconocidos, caídos en la lucha contra el nazismo, que están prácticamente en cada ciudad rusa. Para toda la gente, que sea religiosa o no, admiradora o detractora de la URSS, la Llama Eterna no es un lugar para freír huevos, algo completamente inexplicable para cualquiera que tenga sentido común.
Cuando en los países empobrecidos por el saqueo constante de parte de los imperios occidentales, a sus habitantes desesperados y hambrientos se les promete progreso, y en nombre de esto se derriban montañas sagradas, se queman bosques y se secan ríos para la minería o la construcción de autopistas, inevitablemente se produce una anulación de la memoria y la castración de culturas enteras, que despojadas de sus anclas son arrasadas por las tormentas del capitalismo y se hunden. Lenguas, culturas, religiones y mundos humanos desaparecidos para siempre son una pérdida personal irrecuperable para cada uno de nosotros.
Al destruir lo humano en el ser humano, el sistema, en primer lugar, pretende anular en nosotros el concepto de lo sagrado. Es algo extraño: al difundir el oscurantismo más salvaje, las supersticiones más absurdas y la creencia irracional en su único valor; el del dinero.
Intentan erradicar de nosotros los restos de pensamiento crítico racional. Porque, justamente, este pensamiento crítico, junto con el sentido de lo sagrado, el que hemos cultivado desde nuestro origen como especie, aún nos permite llamarnos seres humanos.
Existe una trampa cultural e histórica que muchas veces hace confundir lo espiritual con lo religioso. En la vida cotidiana esto equivaldría más o menos a nuestra capacidad de confundir el matrimonio con el amor. Ojalá coincidan, pero sabemos que no siempre es así. Además, lo sagrado es inherente al corazón humano y no a las instituciones, que además también son humanas. Creo que una de las mejores explicaciones dio el gran poeta nicaragüense Ernesto Cardenal: «Los ateos dicen lo mismo que decían los cristianos primitivos, que también fueron ateos”.
Lo sagrado no es una ‘start-up’ para jugar a la espiritualidad ni un simulacro de sabiduría. Es el principal misterio que vive en nosotros, donde la mezcla de épocas y generaciones dibuja notas y poesía en el tejido de la vida, da a los niños sed de sentido y a los ancianos el presentimiento de la eternidad.