Estamos enfrentados al dilema de expulsar, enrolar o regularizar a los casi 200.000 migrantes que se encuentran de manera ilegal en nuestro territorio. En total, se puede estimar que ya alcanzamos la cifra de 1.800.000 personas (10% de la población del país) que han entrado al país en los últimos 25 años con ánimo de radicarse en busca de mejores oportunidades.
El país no estaba preparado para esta ola migratoria. Carecíamos de una política migratoria moderna y nos vimos obligados a improvisar hasta que la situación se convirtió en una crisis. Hoy, todos rasgan vestiduras y cada cual propone medidas más extremas para ganar el apoyo político del 88% de chilenos que afirman que la cantidad de extranjeros es excesiva (Encuesta Nacional Bicentenario UC). Pero ¿cuál sería la cantidad aceptable? Este debate parece carecer de respuestas claras y sensatas.
Lamentablemente, la Encuesta Nacional Bicentenario UC – 2024 tiene un sesgo antiinmigrante al no proporcionar puntos de comparación. Por ejemplo, se pregunta «¿Cuánto temor siente al caminar por un lugar de la ciudad donde viven migrantes?» Una encuesta académicamente rigurosa habría formulado la misma pregunta considerando también barrios exclusivamente habitados por chilenos. Esto revelaría si el temor es producto de prejuicios o de realidades compartidas por todos los contextos.
La expulsión de migrantes ilegales puede sonar atractiva para algunos oídos, pero es una solución tan irreal como ineficaz. Chile no cuenta con las capacidades institucionales ni los recursos económicos para implementarla. Además, en el caso de Venezuela, las relaciones diplomáticas inexistentes y la falta de fronteras compartidas hacen de esta opción un callejón sin salida. El camino de la expulsión masiva es el camino de la demagogia, que no resolverá la situación y dejará en el limbo a miles de personas viviendo al margen de la institucionalidad y las leyes.
El registro biométrico es una herramienta necesaria y eficaz en este contexto. Tiene sus raíces en los registros de la Iglesia Católica y se consolidó con la secularización del siglo XIX. En 1884 se creó el Servicio de Registro Civil e Identificación y, en 1924, mediante el Decreto Ley N°26, se estableció el servicio obligatorio de identificación personal mediante la cédula de identidad. Hoy, ningún chileno cuestiona el hecho de que al nacer se nos inscriba y tomen nuestras huellas dactilares o que nuestra cédula de identidad incluya datos biométricos.
Por ello, toda persona que ingrese a Chile sea cual sea su calidad (trabajo, estudio, turista o ilegal), deberá someterse al registro biométrico. Quien se niegue no deberá ser admitido, y si su entrada fue ilegal y se niega, esto será motivo suficiente para su expulsión inmediata o su confinamiento en un recinto no carcelario.
La política migratoria debe estar anclada en la responsabilidad y la realidad. No puede haber regularización para quienes tengan procesos abiertos o condenas en otros países o hayan delinquido en territorio nacional. Si nos concentramos en este grupo para expulsar o confinar, la presión política sobre los migrantes y la política migratoria se reducirá significativamente.
No debemos olvidar que los migrantes, al igual que los connacionales, son personas con rostro humano. Tratar a alguien sólo como un número o una estadística es deshumanizar la política pública. De esta deshumanización a la discriminación y la violencia hay solo un paso.
No se trata de chilenos contra extranjeros, sino de diseñar una política pública que aborde y enfrente este desafío de manera responsable y humana. Esto requiere una visión de Estado, coordinada con otros países de América Latina, porque los procesos migratorios a gran escala en el siglo XXI llegaron para quedarse.