por Gonzalo Delamaza, Sociólogo y Licenciado en Sociología por la Universidad Católica de Chile
He presentado en estos últimos dos meses, mi libro “Hacia un Chile Diferente”, sobre la participación popular en el proceso constituyente, en diversos entornos y ciudades del centro y sur de nuestro país. Los diálogos que se han producido en esos encuentros indican que la conversación “post constituyente” está recién iniciándose. Una conversación que permita abordar lo sucedido con algo de racionalidad y sensatez. Y con una perspectiva más larga. ¿Por qué nos cuesta tanto explicarnos lo sucedido? Creo que eso tiene varias lecturas y explicaciones posibles. Entre ellas lo inédito de un proceso donde fracasan dos intentos constitucionales sucesivos y opuestos; la intensidad de haber tenido siete elecciones y tres plebiscitos en sólo tres años; lo extraño de pasar a de la creciente apatía y desafiliación electoral a una masiva participación, sin que la apatía remita; lo novedoso de las agendas post pandemia -crisis sanitaria, económica, de seguridad y de convivencia- y sin dimensionar aun todo lo que la pandemia realmente nos afectó; lo deja vu de los casos de corrupción empresarial-política que nos llevan de vuelta al 2015; lo reiterado de los escándalos de abusos sexuales, ahora muchos de “alta connotación pública”; lo patético de las figuras políticas que transitan hacia el trabajo sexual -corrupción de por medio- amplificadas masivamente por los medios bajo eufemismos del tipo “creadoras de contenido”, “influencers”; por solo nombrar algunos fenómenos. Un carrusel que gira y gira. Cuesta distinguir lo efímero de lo duradero, lo banal de lo importante.
Todo lo anterior y más, ocurre además en una temporalidad distorsionada. Quiero decir: acaba de culminar el ciclo constituyente y ya parece que el asunto hubiese sucedido en un pasado lejano, medio brumoso y, en cualquier caso, que ya no pertenece al presente. Desafiando las reglas de la lógica, todo eso que agitó y removió a la sociedad y la política chilena y que la cambió profundamente en un corto período -entre fines de 2019 y fines de 2023- ha quedado como congelado en un tiempo pretérito que no sabemos cómo encajar en el presente. Posiblemente la acumulación de fracasos y los duelos consecuentes, nos dificulten la elaboración post traumática, como diría la sicología. El problema es que no por eso lo vivido desaparece. Por el contrario, siempre vuelve, pero lo hace “por la parte maldita”, para usar la expresión poderosa de Georges Bataille. Hace menos de un año estábamos confrontados decidiendo entre aprobar o rechazar una propuesta constitucional ultraderechista impensada seis meses antes y que hubiese tenido importantes consecuencias. Hoy ya ni recordamos qué es lo que estaba en juego.
Creo que tenemos que salir de la negación, el olvido y la desmemoria. O la simple distorsión de culpar de todos los males al “octubrismo” (¿qué será eso?) proyectado en la Convención. Mas acertado sería reconocer que en este proceso fracasamos todas y todos. Lo había hecho antes el sector más lúcido del establishment político en 2017, cuya propuesta abortó antes de nacer, al no lograr el consenso de la elite para una transformación constitucional “desde arriba”. Fracasó “la calle” después de la irrupción popular de octubre de 2019, al no ser capaz de convertir la masividad de la energía movilizada en un camino político viable, a pesar del intenso y extenso proceso deliberativo posterior al “estallido”. El Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, hecho para desmovilizar y “encauzar” la protesta, marcó el camino, pero no obtuvo las metas que se proponía. Luego fracasaron durante la Convención las izquierdas y los movimientos sociales de nuevo cuño -feministas, ambientalistas, territorialistas, indigenistas, diversidades sexuales- al no poder convertir la demanda social acumulada en una propuesta aceptable para el universo electoral ampliado del plebiscito de salida. La mitad de ese electorado, sin haber votado por ellas y ellos, los evaluó posteriormente. El sindicalismo, peor aún, ni siquiera pudo llegar a la Convención. El alambicado “acuerdo transversal” de los partidos y el gobierno en enero de 2023 dio paso a la última etapa, que tampoco resultó, ya lo sabemos. Finalmente, lo hicieron los republicanos, elevados a primera fuerza hegemónica en el Consejo Constitucional.
Quiero llamar la atención sobre el último fracaso, el que cerró la puerta por fuera. Me refiero al fracaso estruendoso de los republicanos en su primera experiencia dirigiendo un proceso político. Se habla poco y nada de ello. Cuando se menciona el proceso constituyente se hace referencia al estallido social de 2019. O bien a la Convención Constitucional, normalmente para cargar sobre ella solo atributos negativos y descalificaciones. Sobre el último intento -ese que acaba de ocurrir- no se dice nada, simplemente no se habla.
A pesar que la discusión pública nunca lo releva, el fracaso más rotundo fue el último, el republicano. Pensemos un poco: fueron un fenómeno electoral avasallador, como no sucedía desde el triunfo de la Democracia Cristiana en 1965, lo que les permitió dominar el Consejo sin mayor contrapeso, con una derecha tradicional que se subordinó sin chistar. No solo eso, tenían un liderazgo único, con una clara proyección presidencial para 2025. Muy distinta había sido la Convención donde había de todo un poco, menos unidad política. Además tenían el trabajo casi hecho: una “comisión experta” había elaborado una propuesta de consenso, abarcando todas las fuerzas políticas. No era mucho lo que había que modificar, si se quería ganar. El voto fue obligatorio a la entrada y a la salida, no había incertidumbre al respecto. El período era breve, seis meses. ¡No había ni tiempo para equivocarse! Muy diferente del proceso anterior: entre octubre de 2019 y septiembre 2022 transcurrieron tres años, una pandemia con 50 mil muertos y meses de encierro, un cambio de gobierno, Congreso, gobiernos regionales. Un último aspecto: la Convención fue una innovación histórica en el país y tuvo que inventarlo todo desde cero, casi sin apoyo del gobierno de Piñera y con el sistema de medios en contra. El Consejo, en cambio, ya contaba con la experiencia previa, sabía lo que debía hacer y no hacer; se atenía a un reglamento preexistente. Sus deliberaciones fueron tranquilas, no trascendieron, a diferencia de una Convención completamente transparente y, por tanto, muy expuesta. Y aún así, no fueron capaces de hacer la tarea. Los mismos que los eligieron seis meses antes, rechazaron su trabajo más tarde. No sé como se abordará el asunto en este aniversario de la incompetencia republicana, que marcó el fin provisorio de la demanda de cambio en el país, sin que nadie pudiese cantar victoria. Ojalá se incluya en la revisión este último capítulo, para dimensionar las responsabilidades de cada uno cuando le pasan la guitarra. Mas allá de ello, el año 2024 fue el verdadero año del despertar. Lo hicimos para darnos cuenta que el cambio es difícil y que no hemos estado a la altura. No hemos aprobado aun la prueba como país, tampoco la pasó la ultraderecha y sus promesas simplistas. Todos deberemos aprender para que el concierto futuro nos salga mejor afinado.