En el transcurso de una semana participé como acompañante y aplaudidora de dos eventos, o más bien rituales de paso estructurales. Por un lado, el acto final en la escuela de mi sobrino que terminó el nivel inicial y comenzará la primaria y, por otro lado, el casamiento civil de una de mis mejores amigas. Hace un par de días pienso recurrentemente en ambos hechos, no solo porque importan y porque amo a las personas involucradas, sino porque además reconozco en ambos una serie de conectores que los acercan de maneras contundentes aunque probablemente inadvertidas. Pero, sobre todo, de ambas me deslumbra el ineludible poder de la palabra.
Respecto a sus conectores pienso en la vital importancia que tienen los rituales para el sostenimiento de nuestras vidas, o puede que sea la importancia que tienen nuestras vidas para el sostenimiento de los rituales. Pienso en la ritualización de las trayectorias y en cómo modifican nuestra forma de estar en el mundo. Pienso en el componente ceremonial de estos hechos, que se sostiene sobre acuerdos tácitos que marcan lo que todos asumimos que es y será, es decir las disposiciones de los recintos, los roles de cada una de las partes, el saber siempre –salvo una calamidad– lo que viene pero, sobre todo, tener certeza de cómo terminará.
Reflexiono también sobre el rol del Estado en ambos hechos, esa máquina expendedora de certificaciones y de pases a otras instancias, habilitando el avance a otro nivel educativo y legitimando el cambio de estado civil, ese padre y patrón con su capacidad de sustituir deseo por necesidad y detentando la herramienta de su poder absoluto: un lenguaje propio. Pienso, mucho, sobre el lugar del llanto en esos eventos, las emociones, el lenguaje de los cuerpos, todos, de los que ahí asistimos. El carnaval simbólico que va desde el arroz hasta un diploma.
Entonces me detengo en lo único que hace existir a todo lo anterior, en lo único que lo hace posible modificando rumbos y cambiando destinos: la palabra. Y ahí, cada uno de los eventos deja de ser un acto meramente celebratorio para convertirse en un acontecimiento. Se trata del instante en el que la persona con más poder en los respectivos recintos, declara que a partir de que su palabra lo indique, un mundo habrá dejado de ser y empezará a ser otro. Por una parte, mi sobrino, para quien “a partir de ahora queda oficialmente aprobado el nivel inicial…” y por otro lado mi amiga y su esposo a quienes “a partir de ahora los declaro unidos en matrimonio en nombre de la ley”. De manera que, una vez dicha la palabra, se inauguraron otros mundos.
El mundo se nos aparece todo en signos sueltos y la palabra sutura, une y engarza como a los cuerpos que se encuentran. La que estaba sentada a la derecha de dios era ella, la palabra, la bella y sólo a través de ella fue posible que él creara al mundo nominándolo, diciéndolo, señalándolo y significándolo. La palabra es entonces el gran útero del que todo viene y en el que todos los mundos se siguen creando, permanentemente.
La palabra funda y atraviesa, en el evangelio de San Juan, en una escuela primaria y en el registro civil. Decir es darle vida a la idea, hacer carne el deseo, pienso en la palabra susurrada y en los mundos que se inician con el verbo y con la carne y con el cuerpo cuando son dichos y, en consecuencia, hechos. La palabra es matrona generosa que nos da todo y todos los mundos, y es en los pliegues de los cuerpos agitados donde ella reposa y descansa. La palabra se corta con el beso para inocularle entonces más palabra que vendrá. Los hechizos se dicen, pero las oraciones, las absoluciones, el adiós y el amor también. La palabra es el abismo y también las alas. La palabra es el riesgo que siempre hay que tomar.