“¡Y se puede ver el cielo!” emocionada me dijo mi amiga C. describiendo la casa a la que se ha mudado en el que ahora es su nuevo barrio. Yo le respondí que justamente el cielo de mi anterior barrio es quizá una de las cosas que más extraño y aunque sólo me separen unas quince o veinte calles, el asombro ante el cielo cambia, pero no porque se trate de otra bóveda celeste, sino porque se trata de otra emoción. Y yo no extraño cualquier cielo, extraño el cielo de Boedo. Llevo días repitiéndome como mantra la alegría de mi amiga: poder ver el cielo, volviendo al recuerdo que como rayo me atravesó el cuerpo cuando entendí de lo que se trata eso.

Me pregunto entonces si habrá una necesidad más terrícola que esa, puede que no. Y, en consecuencia, pienso que se trata del anhelo de ver lo que no puede tocarse y entonces entiendo por qué ese ha sido el domicilio y código postal que la teología toda le ha asignado a dios. Espacio de misterios insondables. Y técnicamente si tenemos movilidad en el cuello y no somos ciegos, podemos hacerlo, pero como casi todo en la vida, eso tan simple en realidad es mucho más complejo. Tenemos una relación contradictoria con el cielo, sorprende la cantidad de personas que caminan con la vista puesta en el suelo, pero asignándole al cielo todas las idealizaciones posibles. Es adonde miramos cuando agradecemos, pedimos o puteamos.

Las tres religiones monoteístas definieron sus símbolos rectores mirando al cielo: la constelación de una cruz, una estrella y una media luna. El cielo es lo queremos ver en él. Los rascacielos, las cigüeñas que vienen volando, allá queda el edificio en el que viven el Diego y su colega dios, adonde Jesús ascendió, de donde los OVNIS bajaron. De allá también viene la extinción de los dinosaurios y seguramente sea también el lugar al que van a parar las medias que seguimos buscando. Damos por sentado lo único que nos rodea; es lo único igual que encontramos en cualquier lugar del mundo al que vayamos, junto con las hormigas, claro, que están en todo lado.

Nos la pasamos inventando abismos donde nos los hay, sólo para evitar reconocer el que nos cobija, nos iguala y en el que no hay nada y hay todo al mismo tiempo. Mareo, pérdida del equilibrio, del juicio y un profundo miedo. Así describo el vértigo, porque así se me apareció una sola vez en mi vida, la noche en la que, en un paraje inhóspito, vacío de gentes, de luz artificial y ruido, alcé la mirada bajo el cielo nocturno de Mozambique. Temor, muchísimo temor ante tremenda infinitud. Me temblaron las piernas y tuve que tirarme al suelo porque sentir a la Tierra sosteniéndome con su atracción fue la única certeza que tuve de no irme a caer por ese insondable abismo salpicado de destellos de luz de todos los tamaños de la Vía Láctea. Asustada y agradecida lloré, estaba viendo el cielo. Nos hemos dado forma mirando hacia arriba, quizá, como respuesta a las preguntas existenciales que acá abajo no tienen asidero.

Pienso entonces en la emoción compartida con mi amiga por poder ver el cielo desde un balcón o una ventana, y pienso también en que el hecho de poder hacerlo es mucho más que eso y estrellarse con la bóveda celestial. Poder ver el cielo se trata de elevar una plegaria con un gesto corporal, es alzar los ojos, con regocijo, aunque ese cielo no sea lo que buscamos. Es el lugar al que dirigimos el asombro cuando leemos algún fragmento que nos abrasa. Poder ver el cielo es alzar la vista y encontrar divinidad, así, como en la desnudez compartida, cuando con la boca llena, la mirada hacia arriba –más que en rendición–, se convierte en pregunta y pide más.