Los ciudadanos estadounidenses eligieron a un facineroso como su Presidente de la República. Muy pocos pensaron que un individuo con tan nutrido prontuario criminal pudiera concitar tanto apoyo popular. De tal proceso no tiene culpa, esta vez, el sistema electoral norteamericano, en que ya resultaba extraño que pudieran proclamarse como mandatarios a quienes no concitaran la mayoría de votos ciudadanos, pero si reunieran la cantidad de 270 electores derivados de los 51 estados que conforman esta superpotencia. En una proporción que a todas luces no es o ha dejado de ser equitativa conforme a los habitantes por federación.

Se habló de que los resultados de estos comicios serían estrechos en cuanto a los dos postulantes principales: Donald Trump y Kamara Harris. Sin embargo, no hubo tal “empate técnico” puesto que el candidato republicano se impuso en todos los estados en que este partido es mayoritario, pero también en otros en que votantes tendrían que sufragar por los demócratas. No es de extrañar que el dinero haya puesto la diferencia entre lo obtenido por los dos postulantes, aunque ambos reunieran siderales fondos.

La culpa de lo acontecido no es de la democracia. Esta vez, los norteamericanos votaron en gran cantidad y la abstención no superó a la de otros procesos. Se acepta incluso el hecho de que muchos sufragantes marcaron su papeleta no tanto en favor de su candidato, sino en contra del adversario. Hay que deducir que se expresó la voluntad popular y que son muchos los millones de estadounidenses que para nada les importó las imputaciones sobre la insolvencia moral del ganador.

El triunfo de Trump ciertamente atemoriza a un enorme porcentaje de la población, como también al mundo entero. Asimismo, la continuidad que pudiera haberle dado Kamara al gobierno de Biden tenía en ascuas a muchos de sus connacionales, como también a aquellos países que sindican a la Cada Blanca como instigadora de la guerra del Medio Oriente, cuanto cómplice del genocidio puesto en práctica por el gobierno de Israel.

Es falso aquello de que los ciudadanos siempre tienen la razón. Tal cual lo hicieron ahora los norteamericanos, antes fueron los votantes alemanes, por ejemplo, los que proclamaron a un Hitler. Con toda certeza de podría decir que ha habido insurrecciones populares que se legitimaron en gobiernos autoritarios, pero que se propusieron la justicia social y el bien de sus poblaciones. Lamentablemente para nuestra historia, los pueblos siguen por mucho tiempo venerando, incluso, a toda suerte de nefastos gobernantes que les ocasionaron a sus pueblos guerras, hambre y cataclismos sociales. Parece cuestión de la condición humana.

Trump es un malhechor y si acaso consumara la mitad de todas sus amenazas electorales, el panorama para el pueblo que lo eligió puede muy sombrío para la paz, la libertad y el progreso que se propongan la justicia social, la equidad entre los pueblos y el respeto de los Derechos Humanos. Los fueros que alcanzará como jefe de estado le evitarán cumplir las severas penas que merecen sus delitos y despropósitos. Entrará a la Casa Blanca y, al menos por cuatro años, evitará la cárcel.

Asimismo, su afán de convertir a los Estados Unidos en una potencia todavía más fuerte, rica y hegemónica lo llevará a intensificar la carrera armamentista, a despreciar los urgentes esfuerzos mundiales por hacer frente al calentamiento global como a la hecatombe climática que ya se manifiesta. Se ve que la promesa que hizo a sus electores fue la de estimular el consumismo y la falta de solidaridad con los que sufren el perverso sistema capitalista que él y otros desquiciados como el presidente Milei también propagan.

Se puede pensar que en su segunda oportunidad en el poder Donald Trump cambie, se humanice o, más bien, se regenere. No podemos saberlo, pero lo que sí nos consta es que en el poder hasta los rebeldes más idealistas e inmaculados pueden darse una vuelta de carnero y terminar cogobernando con los que antes abominaban, tanto como encandilados por el sistema que antes fustigaban. América Latina no muestra un doloroso balance de lo acontecido con esos gobernantes izquierdistas que fueron tentados por los sobornos millonarios de Lava Jato y se escudan, igual que Trump, en la política para sortear sus condenas por corrupción. Rendidos a un poder que no solo los lleva a enriquecerse ilícitamente, sino a convertirse hasta en maltratadores y abusadores sexuales.

Varias autoridades chilenas se jactan de nuestra “estratégica relación con los Estados Unidos. Por alguna razón presumen que nuestro país pertenece al íntimo círculo de amigos de la Casa Blanca, cuando los hechos nos indican que tanto en el primer gobierno de Trump como el de Biden no hemos salido del fondo del “patio trasero”. Aunque Sebastián Piñera fuera recibido antes en la Sala Oval, donde se atreviera a poner sus nalgas en el sillón que ocupan los presidentes de ese país. Rindiendo en un acto muy indecoroso, además, nuestro pabellón patrio ante la bandera estadounidense. En un patético gesto de su lacaya condición.

Claro; el triunfo de Trump no era el que esperaban nuestros diplomáticos en Washington desde sus cargos bien remunerados pero muy poco consistentes respecto de lo que realmente pesamos en Estados Unidos. Era preferible para ellos y La Moneda que ganara Kamala Harris, aunque ello nos significara consentir con lo que Estados Unidos hace por perpetuar las guerras en el mundo y sostener al sionismo genocida. Y ahora obligados a permanecer calladitos para no arriesgar un manotazo de esos que suele dar el imperio a sus súbditos mal comportados. Que se muevan de la fila de sus incondicionales.

Puede que en Washington no haya recuerdo de los duros epítetos del presidente Boric cuando trató a Trump como un criminal, así como las severas expresiones de nuestro embajador en Estados Unidos. Aunque ahora lo feliciten por su victoria.