Nuestro modelo educativo desconfía de sus profes. Realizan su labor docente centralizados, rígidos y cargados de tareas administrativas que no reconocen la experiencia en el aula y el territorio, ahogan la creatividad y limitan su autonomía.
Cada hora dedicada a una tarea administrativa es una hora que se resta a la preparación de clases innovadoras, a la atención personalizada de los estudiantes, o a la formación continua, aspectos cruciales para el éxito educativo.
La centralización educativa es un fenómeno que se ha ido intensificando en los últimos años. Desde políticas curriculares hasta la gestión de cada aspecto de la vida escolar, las decisiones se toman en el Ministerio de Educación, dejando profesoras y profesores como meros ejecutores de directrices ajenas a la realidad de cada territorio y aula.
Hay muchos que equivocadamente sostienen que sólo mediante un sistema centralizado y minuciosamente regulado se pueden garantizar los contenidos y la calidad educativa. Este modelo no reconoce que los profesores son los actores mejor preparados para identificar lo que necesitan sus estudiantes, así como lo que funciona y lo que no en el aula.
En lugar de confiar en ellos como profesionales que conocen las necesidades específicas de sus estudiantes, sus familias y su entorno, se les impone un marco que no permite espacio para adaptarse a las particularidades de cada comunidad educativa, limitando así su capacidad de innovación y coartando el potencial creativo de la enseñanza.
La carga y las rigideces son abrumadoras, con el consecuente impacto en la salud mental; quizás por ello no se tienen estadísticas de ausentismo laboral y licencias médicas a pesar de tener la tecnología disponible para conocerlas. Aunque sigan asistiendo regularmente a sus establecimientos, muchos pierden la motivación y la pasión por enseñar, afectando negativamente la calidad educativa, y se alejan tempranamente de la práctica docente.
Nuestro currículo es demasiado rígido y se convierte en una actividad monótona y desvinculada de los intereses personales de estudiantes, impactando en una menor motivación y participación en el aula. Deja poco margen para el desarrollo de habilidades socioemocionales o competencias esenciales, como la creatividad, el pensamiento crítico, la colaboración y la resolución de problemas, habilidades fundamentales para el siglo XXI.
Cuando las y los estudiantes perciben que lo que aprenden es significativo y relevante para sus vidas, los resultados son mejores en todos los ámbitos de la educación; disminuye el ausentismo y los abandonos, mejorará la convivencia, la comprensión de lectura y el desarrollo de habilidades de pensamiento matemático y demás materias del conocimiento.
Flexibilizar el currículo y disminuir la carga administrativa no es lo único necesario para mejorar la calidad. La clave está en desregular el sistema para desatar el potencial creativo de las unidades educativas y de cada uno de sus profesionales, liberándolos de la camisa de fuerza dentro de la cual realizan su labor docente, atreviéndonos a volver a confiar en los profes.