Por Martín Vernier

La elección de Donald Trump en Estados Unidos marca el cambio definitivo de un ciclo político en ese país, y si no, en el mundo. Si bien hace ocho años se pensaba que Trump era sólo una anomalía política, algo así como un extraño desvío en el camino de la vida democrática, y que luego de cuatro años todo volvería la «normalidad» de los Obama y de la institucionalidad republicana, a estas alturas ya nadie puede insistir que Trump es sólo una rara excepción.

Estamos ya cerca de una década de esta nueva realidad que nadie sabe cuánto tiempo durará, ya sea a través del ejercicio del mismo Trump o por lo que deje su gobierno.

Si por un lado es todo un nuevo escenario, por otro es también reflejo de un mundo que terminó de erosionarse, de desestructurarse, y dejó en el camino a partidos políticos, sindicatos, iglesias, e incluso medios de comunicación. Ante esa cruel erosión, emergen al desnudo los desencantados del sistema y que no tienen interés de identificarse con los viejos referentes. Surgen votantes que no tienen que ver con las demografías (en esta elección hubo mucho votante afroamericano e hispano que fuera de todo calculo, votó por Trump, así como mucha mujer proaborto que también votó por él), pero que son votantes que comparten el sentimiento de ser postergados del sistema, que curiosamente no es otra cosa que sentirse a la cola del capitalismo en su actual desarrollo.

Esta fue una virtud de la campaña de Trump. Él pintó muy bien el desencanto del capitalismo actual. Lo pintó en el desempleo y la inflación, en el sobreendedudamiento de la clase media, en la indiferencia de las elites históricas por la seguridad en las calles, por la fragilidad de las fuentes de trabajo, de las amenazas de la migración y del mundo en guerra. Incluso fue más osado. Siendo un millonario enriquecido por la especulación inmobiliaria, le pega duro al libre mercado – aumento de los aranceles-, y despreció al sistema de comercio internacional que se construye desde fines de la Segunda Guerra Mundial. De paso, metió en el mismo saco de amenazas al surgimiento de las diversidades de género producto de un mundo globalizado, y que a su juicio amenazan a la familia tradicional (en temas valóricos es donde más plata invirtió en publicidad). En este escenario, lo más absurdo y paradójico es que él, un tipo que se construyó en base al aprovechamiento más brutal del sistema, se haya erigido como el único salvador de ese mismo desencanto: Uróboros.

Para eso, urdió el plan perfecto: llenó de pavor al votante medio de Estados Unidos, aprovechó el estancamiento de Biden y la ansiedad de Kamala que quiso reemplazar el caos por la esperanza y la participación democrática por el acuerdo de las elites -como fue su nominación-. Con su estrategia Kamala sólo alcanzó a los grupos favorecidos -a los satisfechos el sistema- a los universitarios de las mejores universidades, a las grandes ciudades de ambas costas, a los de mayor educación y a los beneficiarios de la tranquilidad burguesa de los barrios suburbanos. Le habló al privilegio.

La virtud de Trump fue esa, que tuvo la audacia de presentarse como el salvador de un sistema del que siempre se benefició sin que el votante medio viera en eso contradicción. La solución dialéctica se ocultó, o la resolvió, bajo un manto de paternalismo o mesianismo que encarnó el recién electo.

¿Cómo lo hizo? Del modo que mejor sabe, con el manejo de la imagen, de la manipulación de la noticia -no tenía el apoyo de la industria de medios pero supo controlar la agenda noticiosa-, de las redes sociales pero desde el poder (una constatación más de que el uso político de las redes sociales cuando se hace sin tener “poder” es sólo ilusión política) lo que facilitó el despliegue de desinformación siempre puesta a su favor. Al otro lado, los demócratas inmovilizados y sin tener forma de reaccionar.

Tal como dice Bernie Sanders, el gran error del Partido Demócrata fue que abandonó su esencia, en ser un crítico permanente del sistema, en la identificación con la clase trabajadora y sus causas, tal como debe ser todo partido de izquierdas. Por el contrario, los demócratas fueron la administración del statu quo. Ese fue el espacio inocupado que preciosamente se le dejó a Trump y a sus seguidores. Ahí, su campaña la llenó de miedo y mentiras, y queda claro que no hay nada más movilizador que el miedo y las mentiras. Eso quedó probado, así como antes lo hizo Milei, Bolsonaro, Bukele y quiere copiar Kast en Chile.

Ahora se abre un mundo de incertidumbre en Estados Unidos (y claramente en el planeta). Así como durante la campaña, hoy tampoco hay claridad de lo que se viene. Sólo especulaciones que se hacen a partir de los posibles cuadros con los que espera ocuparán los puestos del Estado (y en donde se presume sectores radicales tomarán primera línea sólo para asentir en sus deseos y sin real capacidad de detenerlo). Los más pesimistas ven cómo se abre en la principal democracia del mundo, el escenario para el desarrollo de un autoritarismo muy cercano al que construye su aliado Putin.

Ante un contexto nada de optimista para humanistas, ecologistas, socialistas y todo tipo de progresistas, sólo queda aprender de lo que se está viviendo. Por ejemplo, no olvidar que la principal tarea de las izquierdas es estar del lado de los que más sufren con el sistema, con éste o cualquiera, y que el esfuerzo debe estar en poner la intención para identificarse realmente con sus demandas y su vivir cotidiano. Sobre todo identificarse con su «sentir», con sus rabias, pero también con sus esperanzas y su fe en el futuro (Kamala no conectó con eso). Ese debe ser el propósito. Se vienen días complejos, pero en la Roma de nuestros días queda claro sobre todo eso: que Trump ya dejó de ser sólo una inofensiva anomalía.