El 19 de noviembre se cumple un año de la definición en segunda vuelta de los últimos comicios presidenciales en Argentina. Comicios que tuvieron como resultado la victoria del ultraderechista Javier Milei, secundado por la derecha macrista.

Mientras que los guarismos de la primera vuelta dieron, en principio, la razón al vaticinio de la ex presidenta y lideresa del entonces oficialismo, Cristina Fernández, que auguró una “elección de tres tercios”, lo cierto es que dos tercios del electorado que concurrió a las urnas entonces, votó contra la continuidad de la gestión peronista, anticipando lo que sería el resultado posterior.

El voto más rabioso, enojado y desencantado de la política tradicional que catapultó a Milei a la segunda vuelta, fue el de los excluidos del sistema, los jóvenes y el precariado, los millones que se ocultan bajo cifras supuestamente bajas de desempleo, pero cuya informalidad enceguece a ojos vista en las calles a plena luz del día.

El sordo clamor de esa realidad socioeconómica lacerante, sin duda empeorada por la pandemia, no fue suficientemente escuchado por un gobierno tibio, anclado en premisas sistémicas sin respuesta para ese sector social cada vez más amplio.

Ese malestar social estuvo preñado de una dialéctica generacional no comprendida (y mucho menos atendida) por los ya encanecidos jóvenes de otras décadas, quienes llevan en su memoria el dolor de las dictaduras militares y cuya justa lucha por los derechos humanos no es sentida de igual manera por buena parte de estas nuevas generaciones, formadas en la inmediatez de un mundo digital.

Al malestar socioeconómico y generacional que signó el por entonces sorpresivo segundo puesto de Milei en la primera vuelta, se agregó la insistente y envenenada prédica antipolítica de los grupos mediáticos dominantes en el país, pero también factores sicosociales de disgregación, individualismo, fortalecimiento del fundamentalismo religioso y, en general, de inestabilidad y falta de un proyecto colectivo convincente hacia el futuro.

Un análisis más detallado pueden encontrar los lectores interesados en nuestra nota  “Argentina: Radiografía de un suicidio electoral anunciado”, publicada cinco días después de la asunción de Milei a la presidencia.

En esa nota se avizoraba ya el salvaje plan de ajuste que sobrevendría y se puntualizaba como objetivo central del nuevo gobierno el dictamen de “achicar el Estado, favorecer los negocios del capital y cumplir con la deuda externa que el pueblo argentino no adquirió ni convalidó, mucho menos disfrutó”. ¿Qué pasó después?

Del malestar al peor estar

A pesar de la resistencia de los sectores más progresistas, y con la imprescindible connivencia de los sectores conservadores, tanto fuera como dentro del peronismo, el gobierno ultracapitalista de Milei viene destruyendo, una a una, conquistas sociales largamente acuñadas por el pueblo argentino.

El vengativo ensañamiento de los poderes corporativos contra la salud y la educación pública, la protección social de las generaciones mayores, los derechos laborales y toda posibilidad de nivelación de las opciones de vida, es la real fuerza que motoriza las políticas desatadas por el actual gobierno.

Esos poderes, incluyendo los intereses externos de alineamiento geopolítico contrarios a toda soberanía popular o regional, son los que utilizan la figura excéntrica del actual “mandatario”, cuya función es apenas la de un peón de ajedrez de tintes bufonescos para distraer de la intención de apropiación de sus verdaderos mandantes.

Todos los indicadores sociales han desmejorado y la baja en la inflación de los precios celebrada por el gobierno es una mentira más, que esconde que el valor de la moneda y los ingresos de las mayorías se han visto pulverizados de un solo golpe, a comienzos del mismo mandato. La población, que bajo el reformismo keynesiano de los anteriores gobiernos, consumía y mantenía en un equilibrio precario al mercado interno, hoy es consumida por la pobreza.

Las cifras respectivas son elocuentes: La inflación medida por la institución oficial, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) fue en el mes de octubre de un 2.7%. Sin embargo, su acumulado anual es de un 193%.

Pero el verdadero fracaso es la situación socioeconómica de un número enorme de argentinas y argentinos. “Hay 25 millones de argentinos viviendo debajo de la línea de pobreza, de los cuales 6 millones se incorporaron durante este gobierno. En el caso de la indigencia es más grave porque nosotros tenemos hoy el 18,1% de indigentes, lo que representa 8,5 millones de argentinos que no se alimentan adecuadamente, de los cuales 5 millones se agregaron en el actual gobierno”, señala el economista humanista Eduardo González Olguín en diálogo con el Foro Argentino de Radios Comunitarias.

Más allá de la estadística, basta recorrer las calles de cualquier ciudad para verificar el cada vez mayor número de personas revolviendo en las basuras para encontrar algún mendrugo, limpiando parabrisas en las esquinas o esperando a la vera de una fila de automóviles estacionados a cambio de una propina. Otros tantos recogiendo material reciclable o mendigando una colaboración para comprar alimento, medicina o pagar un transporte.

A lo que se suma el enorme ejército de jóvenes (y no tan jóvenes) que cabalgan sobre motos y bicicletas cargando mercancías sobre sus espaldas, siguiendo las directivas de desconocidos y transnacionales patrones a través de sus teléfonos celulares. Al igual que aquellos que transportan pasajeros en sus autos sin licencia ni cobertura social alguna.

En síntesis, la contracara de los supuestos logros macroeconómicos del actual gobierno – baja inflacionaria, dólar estable y bajo déficit público – es la miseria, la desocupación y la quita de dispositivos de protección social. Es el ensueño puro y duro del capitalismo convertido en triste y brutal realidad.

Así, el pueblo argentino se ha visto, una vez más, engañado, pasando del malestar al peor estar y la desazón – declarada o silenciosa – corre ya por las venas del sentir de muchos connacionales que creyeron ingenuamente – como en otras oportunidades – en las promesas de mejoría ultraliberales.

Lo que vendrá

Las protestas no se han hecho esperar. Los trabajadores organizados y el mundo universitario animaron manifestaciones masivas en defensa de sus derechos. Sin embargo, la corrupción, la traición, la extorsión y el silencio cómplice de algunos sectores supuestamente opositores, dejando caer toda vergüenza moral, junto a la explícita alianza de las derechas pudo hacer avanzar el plan de destrucción del actual gobierno.

Muchos recuerdan el desastroso final del proyecto neoliberal en 2001 y la simbólica huida del entonces presidente en helicóptero. Final que también se produjo en diversos países de la región con una fuerte reacción social que derivó en gobiernos más cercanos a las necesidades populares.

Cabe entonces la pregunta si son posibles hoy en la Argentina revueltas que se asemejen a las ocurridas entre 2019 y 2020 en Ecuador, Chile o Colombia. ¿Derivará la necesidad y la nueva frustración en articulaciones como las que posibilitaron el ascenso de positivas e igualmente impensadas fuerzas como la Cuarta Transformación en México, la Colombia Humana o el triunfo de Xiomara Castro en Honduras?

¿Podrán los sectores históricos estructurados bajo banderas de antaño comprender la emergencia y el reclamo de las nuevas generaciones y ayudar a que éstas protagonicen las transformaciones necesarias sin imponerles su ideario? ¿O insistirán en antiguas consignas, propias de concepciones del siglo anterior, cada vez más alejada de un mundo en veloz transformación?

¿Serán los reformismos hoy la puerta a las revoluciones por venir o simples aplazamientos del doloroso estertor de un sistema inútil y violento?

No hay duda que cada vez más gente se verá afectada por el programa de las minorías y expresará su descontento, pero sin un factor catalizador, un proyecto de futuro que las canalice, serán apenas expresiones catárticas sin destino.

Del malestar al bienestar

Ante el declive catastrófico, hay muchos que, en actitud cuasi religiosa, siguen mirando hacia arriba en busca de salvación. Y ya sea por las artimañas del sistema, proscribiendo y persiguiendo a posibles liderazgos o por las propias limitaciones de una democracia formal degradada y amañada, las dificultades para encontrar salidas son manifiestas.

Analizado desde una mirada superficial politológica, la próxima contienda del gobierno actual son las elecciones legislativas de medio término que tendrán lugar en octubre de 2025. En ellas, en sus sueños más húmedos, la ultraderecha vernácula, inflamada ahora por el posible apoyo que podría obtener del supremacismo electo en los Estados Unidos, aspira a obtener curules que le permitan sostenerse y avanzar formalmente sin la dependencia que hoy tienen de los sectores de la derecha tradicional controlados por Macri.

Un ensueño posiblemente vano, que encontrará resistencia ya en sus hoy aliados, que no querrán ver mermado su espacio político y, sobre todo, por un creciente despertar social que no podrá ser maniatado por el maleficio mediático ni por la manipulación de las redes sociales.

Sin embargo, no está garantizado que ese despertar pueda ser canalizado por anteriores  mayorías.

La respuesta al coyuntural avance reaccionario habrá que buscarla, como ha sido siempre en la historia, en la base social y sus clamores subterráneos. Por lo que es preciso preguntarse cuál será el sujeto histórico que dé por tierra el plan antipopular.

Un papel fundamental en esta nueva etapa lo tendrán las mujeres, que desde un feminismo múltiple y multiplicador, continuarán el indetenible proceso de liberación en curso. Proceso de liberación que será regional y mundial, en el que confluirán las y los jóvenes preocupados por su futuro ante escenarios de guerra, depredación medioambiental y censura moral.

En esa articulación de intenciones, se abrirá paso también el reclamo de los grandes grupos relegados por los efectos aún vigentes del colonialismo y sus sucesores. La herencia indígena y afrodescendiente, escondida bajo aparentes ropajes y moldes de pensamiento europeizados, irrumpirá con estruendo y nuevos malones y revueltas resurgirán desde los barrios sumergidos para mayúscula sorpresa de los acomodados.

A esta intención se plegarán finalmente los sectores medios, rehaciendo lazos y comprendiendo que el progreso personal no se logra desde la discriminación y la cruel meritocracia. El individualismo y el hegemonismo sectorial comenzarán a ser repudiado nuevamente, para dar paso a la convergencia de la diversidad.

Será, una vez más, la rebelión de los justos, pero la metodología utilizada no será la violencia. Hoy vienen resonando cada vez con mayor fuerza en la región consignas humanistas que recuperan un sentir de solidaridad junto a la posibilidad de nuevos derechos y libertades, término este último mancillado por los apropiadores de siempre.

Las nuevas revoluciones no se alimentarán del resentimiento ni de la venganza, ni siquiera exclusivamente de la dialéctica contra el sector opresor sino de la búsqueda del bienestar común, de la imagen de un mundo compartido e inclusivo, de la comprensión de que no habrá progreso humano si no es de y para todos y todas.

Esta afirmación, ciertamente utópica pero en absoluto alucinada, encuentra su raíz en la certeza de una civilización planetaria hoy plenamente interconectada, que necesita encontrar un nuevo rumbo conciliador y armónico que permita alejar escenarios prehistóricos de lucha tribal.

Dos herramientas serán claves en esta transmutación histórica: por un lado, asumir como referencia de conducta la no violencia activa, modelando un rechazo visceral y una acción colectiva opuesta a toda forma de violencia, sea esta física, económica, racial, religiosa, moral, de género o psicológica;

Y por otra parte, acometer un trabajo personal y colectivo en la propia interioridad, para desmalezar la herencia de violencias anteriores y crear nuevos sentidos en nuestro mundo interno en coherencia con el mundo externo en el que se aspira vivir. Algo similar a la tarea de desminado y reparación necesaria luego del final de las guerras.

Final que, aunque parezca hoy lejano, es el principio de los nuevos tiempos que se acercan aceleradamente.