Hace cinco años con muchos queridos compañeros pasábamos días y noches en las calles de Santiago. Fueron varias semanas de emoción, insomnio y esperanza. En un país considerado por ficciones macroeconómicas como «exitoso», de un día para el otro estalló una rebelión cívica, al parecer sorprendiendo a los mismos millones de sus ciudadanos que se volcaron a las calles para exigir un cambio.

Ahora estoy revisando aquellas fotos y videos, tomados entre el humo de las llantas ardiendo, los gases lacrimógenos y tantos sueños que parecían cumplirse en aquellas infinitas jornadas de la primavera chilena. Este país, todavía lleno de cicatrices sangrantes de la dictadura de Pinochet, con una sobredosis de amnesia aplicada a las tímidas democracias que reemplazaron al régimen militar y famoso por su miedo, su individualismo y clasismo extremos, parecía haber despertado de su letargo y buscaba volver a ser lo que había dejado desde hacía décadas. Chile, la cuna del neoliberalismo en el mundo, pretendía convertirse en su tumba.

Veo las fotos de octubre y de noviembre de 2019; oigo a las multitudes corear: «El derecho de vivir», de Víctor Jara, sonido entremezclado con sirenas de carros policiales; siento el olor a humo y… desde nuestro presente, no me entiendo y no entiendo a los de ese entonces. Una de las frases más sentidas y estereotipadas de Chile, que describió el quiebre humano generado por el golpe militar de 1973, fue «jamás volvimos a ser los mismos de antes». Extrañamente, desde este nuevo golpe de la historia de nuestros días y viendo esas imágenes de hace solo cinco años, sentí lo mismo. Jamás volveré a ser el mismo de antes: el emocionado y entusiasta reportero en las calles de aquel Chile del estallido social.

Hoy me pregunto, ¿en serio, podíamos creer realmente que «Chile despertó»?, ¿de verdad pensábamos que una explosión social improvisada, sin dirección política ni proyecto ni programa ni liderazgo podría conducir a algún cambio positivo? Me acuerdo que estábamos orgullosos de que nuestra rebelión no tenía banderas partidistas ni plan de acción.

Se hablaba mucho del simpático e irreverente ‘perro Matapacos’, nombrado así porque a la Policía chilena, Carabineros, popularmente les llaman «pacos». Recuerdo aquel estallido de creatividad popular, salpicando los muros de todo Chile con poesía rebelde y romanticismo, de todo un pueblo que de repente se volcó a hacer poesía. Pero, ¿realmente pensábamos que así íbamos a poder cambiar algo?

Foto Oleg Yasinsky

En el gran libro del periodista colombiano Arturo Alape ‘El Bogotazo: Memorias del Olvido’ se cuenta la crónica del estallido social después del asesinato del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, y se publica el valiosísimo testimonio de Fidel Castro, que junto a su amigo Alfredo Guevara se encontraban en esos días en la capital colombiana como representantes de los estudiantes cubanos.

La explosión de rabia popular, que desembocó luego en un largo y sangriento periodo conocido como «La Violencia», fue vista por Fidel desde muy cerca, y se convirtió en una experiencia importantísima para hacer posible la Revolución Cubana. En sus recuerdos, Fidel Castro habla de la total imposibilidad de una revolución desde la desesperación desorganizada de las masas, sin formación política, ni liderazgo, ni proyecto.

Foto Oleg Yasinsky

Modernizando su mirada, podríamos agregar también «el permanente y total manejo mediático de la prensa local y mundial al servicio del sistema». ¿Por qué nosotros en Chile no logramos ver algo tan evidente, lo que entendió Fidel a sus 21 años y que 71 años después del Bogotazo en el estallido social de Chile a nadie se le ocurrió? ¿De verdad no entendíamos que el sistema nos tenía preparada a toda esta jauría de ignorantes prepotentes que se autodenominó «izquierda progresista» o algo así, con toda su oferta de los Borics, con su infinita capacidad camaleónica de fingir la representación de causas populares y traicionar al pueblo en los momentos decisivos, abriendo camino para el fascismo más duro y puro?

Trato de aceptar que nuestro flanco más débil son nuestras emociones y nostalgias. Salir a las plazas a corear los himnos revolucionarios y hasta enfrentar heroicamente la represión es mucho más fácil que organizarse y participar en una construcción política; y no cada estallido social o cada cuatro años de las elecciones, sino todos los días, aprendiendo, educándose y construyendo el pensamiento crítico.

Creo que la moda actual de «no querer líderes», junto con no querer estudiar («ya que nada tenemos que aprender de la cultura patriarcal»), es una perfecta excusa para no hacerse cargo de nada, para después entregarle el poder a cualquier populista loco, producto del sistema, y así podernos quejar de «la ignorancia (o la ingratitud) de las masas». Demasiado cómodo y muy peligroso.

Hay temas de los que no queríamos hablar en Chile mientras cantábamos y resistíamos la represión en las calles. Exigiendo cambiar la Constitución de Pinochet, ¿cuántos realmente habíamos leído ese documento y qué cambios exactamente queríamos introducir, aparte de los lemas tan revolucionarios, bonitos y generales?

En el estallido social, la demanda principal apuntaba al cambio constitucional vía Asamblea Constituyente, pero ¿quiénes de nosotros se atrevieron a recordar la experiencia más reciente de los países vecinos? Por ejemplo, que la muy buena Constitución colombiana, aprobada en 1991 producto de un acuerdo con la guerrilla del M19, no pudo impedir la peor década de masacres y desplazamientos campesinos en el país. O que otra Constitución, la del Ecuador, aprobada por una Asamblea Constituyente, tal como se exigía en Chile, no pudo detener la restauración de los gobiernos bananeros, mientras una izquierda trágicamente dividida prefería continuar en su ajuste de cuentas internas.

La consciencia mágica de un pueblo despolitizado que sueña con que «despertó» crea simplismos colectivos, convenciendo a la gente de que la poesía o una consigna del gusto de todos puede reemplazar a la organización y educación.

Durante el estallido social en Chile, me molestaba mucho cuando alguien desde lejos, con opiniones extremadamente superficiales y sin conocer nada de las realidades locales, se atrevía a comparar la rebelión ciudadana chilena con las manifestaciones del Maidán ucraniano.

Tuve que reunir toda mi tolerancia y limitarme a explicar que si el golpe del Maidán en Kiev fue para fortalecer al sistema capitalista, la lucha del pueblo chileno era justamente para lo contrario. Pasaron cinco años. El Gobierno de Gabriel Boric, que es el resultado más tangible del estallido social chileno, en pocos años, entregará el poder constitucional al pinochetismo.

El pueblo chileno que «despertó» y luego «se durmió», en algún momento decidió que no quería ningún cambio constitucional y optó por seguir viviendo con algo que hace cinco años lo sacó a las calles: la Constitución de Pinochet.

El presidente de Chile es aliado de EE.UU., amigo de Vladímir Zelenski, defensor acérrimo de los derechos humanos en Cuba y Nicaragua y de los carabineros represores del pueblo Mapuche, y, además, un adversario declarado del Gobierno venezolano. El Partido Comunista de Chile es parte del Gobierno neoliberal de Boric y prostituye su enorme capital político para defender intereses personales de los actuales representantes de los poderes de siempre.

Sigo viendo mis viejas fotos del Chile de hace cinco años. Eran tiempos cuando política y humanamente me sentía muy feliz. Creyendo entender algo de política, fui increíblemente ingenuo, tal vez igual que miles de ucranianos que salieron a protestar al Maidán contra un gobierno corrupto, por todo lo bueno y contra todo lo malo, sin poder imaginar las consecuencias. Me da un poco de rabia y mucha tristeza. No me arrepiento. Es parte del aprendizaje, que siempre es a porrazos, desilusiones y fracasos.

La historia de Chile y del mundo nos espera para que humildemente aprendamos más. Pero los de entonces jamás volveremos a ser los mismos de antes.