01 de octubre 2024, El Espectador
¡Es tan distinto ver la foto de un arco iris en un calendario, o presenciar cómo se forma la magia de siete colores en medio del cielo! Algo semejante pasa con el hambre y con el miedo, con las heridas y los abrazos. No suenan igual las balas en Tame, que en Instagram; los bombardeos por CNN conmueven, pero en Gaza matan; los noticieros informan, pero la real realidad solo se palpa cuando la propia piel está metida en ella.
Con un monograma en la almohada y un whiskey en las rocas, resulta fácil pontificar sobre los procesos de paz, hablar ex catedra sobre hostigamientos y bombardeos, y preguntar con desdén por qué el gobierno permite que avancen las 7 plagas de la violencia. A veces siento que, para algunos, los muertos solo son maniquís rotos, al otro lado de una vitrina.
Yo invitaría a los “amos de la guerra” a pasar siquiera 24 horas en Caloto, en Tierralta o en el Alto Baudó, y sentir lo que pasa cuando a las 4 de la tarde los niños y los perros se quedan quietos, las ventanas se cierran y el aire que se respira es el de un pueblo fantasma.
Quizá si se atrevieran a mirar frente a frente a la realidad, comprenderían el valor y la complejidad de un proceso de paz; y por qué es tan necesario abordarlo y vivirlo con altas dosis de convicción, decisión y cariño; por qué es preciso amasar con el corazón y las neuronas una mezcla de humildad y conocimiento, serenidad y exigencia, firmeza y flexibilidad. Y entonces quizá no solo pedirían inteligencia militar, sino inteligencia emocional; entenderían que la paciencia no es resignación, y que es más difícil oír que hablar.
Se blindan puertas, camionetas y ventanas, pero no hemos sabido cómo blindar los procesos de paz (ni los de antes, ni los de ahora). Blindarlos contra el escepticismo y los estigmas, contra las decepciones y la ligereza; protegerlo hasta de ellos mismos, para que no se lastimen y no confundan tropiezo con fracaso. Blindarlos contra el desgaste que producen los opinadores de oficio, y salvarlos de ese nado contracorriente en el que la desconfianza se traga los salvavidas.
La semana pasada –porque así lo acordamos y sentimos que la paz se construye desde los territorios y con la gente– las delegaciones del gobierno nacional y de la Segunda Marquetalia, nos reunimos con más de 300 líderes y lideresas sociales en el municipio de Tumaco. Hablaron gobernadores indígenas y autoridades departamentales; representantes de los ministerios y de los guerrilleros, de los afros, de las mujeres y de las organizaciones comunales.
Al día siguiente llegaron cerca de siete mil personas al Coliseo del Pueblo. Líderes, indígenas, alcaldes, afros, niños y abuelas; bailarinas, políticos y poetas; pescadores y sacerdotes, chamanes y campesinos. “Me la juego por la paz” cantaron entre himnos y currulaos, con miles de banderas blancas exigiéndonos desde las entrañas del calor y del Pacífico, que saquemos esta historia adelante; que no se vale pararnos de las mesas de negociaciones, porque la paz es un mandato popular, de azadón, bastón y atarraya, un derecho y un deber; y es emoción, templanza y construcción, y es –sobre todo– una urgencia vital que no aguanta más aplazamientos. Nos dejaron muy claro que sí se vale defender las utopías; respaldaron las mesas por la paz y nos exigieron persistir hasta que las balas se queden sin oficio. Hasta que haya más surcos y menos tumbas, más pueblo y menos egos, más Estado y menos ausencia, y carreteras para que se transforme en vida el olvido. Y que en las escuelas ningún otro niño cambie su cuaderno por un fusil, ni su infancia por un duelo.