A 532 años de la llegada de los españoles, no como turistas o visitantes desinteresados, sino como conquistadores imperialistas, sin respeto al derecho de quienes aquí vivían hacía miles de años y eran los legítimos propietarios de muebles e inmuebles, de sus recursos naturales, de su tierra, de su cultura y sus lenguas, de sus creencias, no se vale practicar la distorsión o el olvido. Los recién llegados venían con una tecnología de guerra superior, visión política expansionista y sin intenciones de respetar a nadie. Así que se apropiaron de tierras y vidas (el holocausto del siglo XX de socialistas, judíos, gitanos, minorías sexuales y otras no logra aproximarse a la triste hazaña que dio muerte, desde 1492 hasta comienzos del siglo XVII, a 56 millones de personas). Muchos de esos conquistadores, sobre todo los de alta cuna, regresaron a España con los tesoros (los indianos de la famosa zarzuela), pasaron por la vía política y comercial, el oro y joyas, las semillas y los conocimientos de la civilización recién expoliada a la corona y enriquecieron el primer mundo. Otros, los que posiblemente jamás tendrían un futuro en España, se quedaron aquí, fueron los colonos y sus hijos, nuestros antepasados. Lo más sorprendente es que, al contrario de la conmemoración crítica de los 500 años, ahora nos vengan a vender la seudohistoria de la “leyenda negra” de fines autoexcusatorios, aprovechando el momento ultraconservador que vive la cultura planetaria y que usa, para efectos políticos muy convenientes, lo que se llama “la distorsión cognitiva”, donde la autopercepción manda y se impone, como dogma político, sobre lo real. Pues no, nadie pretenda, otorgándose carácter de investigador, convencernos de que la conquista y la colonia, con todos sus desmanes, no existieron, o que fue un momento de intercambio igualitario de bienes culturales. Primero que se lea los ríos de tinta escritos por los mismos conquistadores, por los cronistas, por los frailes, por los visitantes, por los indígenas, por las autoridades locales y muchos otros testimonios, de modo que llegue a ver las venas abiertas de este continente y a entender por qué fue necesaria la Independencia.
Cierto, las mayorías latinoamericanas del presente somos mestizos y gozamos de una valiosa herencia simbólica de las dos culturas, aunque debe decirse que de las tres principales (entre otras muchas), porque los afrodescendientes aquí estuvieron y están, con sus importantes raíces, formando parte de “este nosotros”, diverso y plural del presente. Reconocer nuestro mestizaje no puede tampoco hacernos olvidar que siguen presentes los herederos directos de los habitantes originales de América: las personas que aquí desarrollaron civilizaciones y culturas anteriores a la conquista, cuyos descendientes continúan aún invisibilizados, negados, privados de sus propiedades y asesinados, sin que muchas veces los tribunales señalen culpables.
En el presente, la mayor resistencia ante este pasado y, al mismo tiempo, la más grande reconciliación, es aceptar en toda su complejidad contradictoria, con todos sus claroscuros, incluidas las injusticias y violencias, esa historia que nos concibió de nuevo a partir de un 12 de octubre, y reparar, en lo posible, sus deudas.