Canela murió hace un par días. La perra histórica de mi familia en Bogotá en realidad no murió, fue ayudada a morir por las mujeres valientes de mi linaje y a muchos kilómetros de distancia de casa acompañé el proceso por celular, como lo hice en febrero cuando en Medellín pasamos por el mismo duelo. En la paciencia de prender el fuego para hacer el asado, tomé vino y lloriqueé por Canela, mientras recibía sus últimas imágenes con vida. Ella, vieja, exhausta, nos dio todo y se fue rodeada de amor y compasión.
El cáncer se nos apareció en mi familia este año con una contundencia desafiante. Tenemos las mejores primeras líneas de amor para hacerle frente, pero se nos llevó a una de nuestras mejores soldadas, a Canela. Brindé por ella y por todas las que han sido porque Canela ya existía antes de nacer; puedo decir con exactitud que Canela nos vio crecer, nacer y hasta morir. La Canela que murió hace un par de días es la Canela que desde los noventa nos acompaña, misma raza, mismo nombre, misma familia, mismo amor. Es la perra que ha vivido en muchas vidas, como una perra eterna que aparentemente viene con efecto de reencarnación casi inmediato. Décadas de una Canela en fotos de vacaciones, cumpleaños, navidades y muchas fiestas. Siempre ha habido una merodeando por ahí. Es como que llevo mínimo treinta años de mi vida viendo a una Canela hacerse pis encima de la emoción.
No creo que venga otra a seguir siendo ella. Por ahora duelen las ausencias y el acostumbramiento que implica la muerte de un animal de la casa, que es distinto al de la ausencia del humano. Es distinto por muchos motivos, pero básicamente porque los animales llenan, están estando, siempre ocupan un espacio y rutinas que cuando dejan de estar, pesan como hachazo. Y por otro lado, porque la ecuación amor-apego-muerte respecto a los animales de la casa, es realmente cruel. Nos apegamos infernalmente a un amor tremendo que sabemos que acabará antes que nosotros. Me pregunto entonces si en realidad no será más constitutiva de nuestra humanidad el duelo por la muerte de los primeros canes domesticados, que la domesticación misma.
Y mientras a Canela la ayudaban a morir, yo avivaba el fuego y observaba, justo en frente mío, el árbol de olivo en el que está enterrada la mitad de las cenizas de Muzzarella, la gata histórica y rockstar que del conurbano bonaerense terminó en un palacete en Medellín, ciudad en la que descansa la otra mitad de sus cenizas. Pienso entonces en la gran verdad que reza que vivir con animales nos hace mejores personas, porque el sólo hecho de admitir que amamos y no queremos perder al objeto amado, ya nos hace vulnerables, más honestos y en consecuencia nos mejora. Me gusta el amor de los animales porque no entiende absolutamente nada de lo que sí intelectualizamos los humanos, para que el amor pueda ser posible.
Mi prístina estructural formación católica –a pesar de la antropología, los placeres del cuerpo y mis fabulosos detox– sigue siendo fuente de pensamientos efectivos: imagino entonces que donde quiera que esté el viejo –que seguro es el mejor lugar posible para los mejores seres de este planeta–, es el lugar al que ha llegado Canela corriendo con sus largas orejas a buscarlo, y están los dos juntos viendo el noticiero. Y entonces sonrío y reconozco que no necesito más.
El olor de la parrilla trajo a Dulce y Caramelo, la caniche y la salchicha, hermanas entre ellas y las perras del vecino. Llegaron pidiendo algo a cambio de dos colas que de tanto moverse estaban por salir volando. Y mientras mi celular avisaba la muerte de Canela, ellas dos se tiraron a dormir bajo la sombra de las lavandas. Tomé otro vaso de vino medio triste y medio feliz. Entonces entendí que hay una gran injusticia en el amor: los abuelos y las mascotas se acaban pronto.