En función de lo que conmemora o festeja, el día de la madre debería denominarse “El día de las personas que han parido”. Es muy mezquina la existencia de un día así, porque deja por fuera un sinfín de subjetividades y trayectorias que tienen que ver con maternar y no con la maternidad. Porque, entiéndase, son dos categorías y experiencias absolutamente distintas y también porque la maternidad es una construcción cultural vinculada a dos hechos puntuales: engendrar y parir y que tiene el super poder mutante judeocristiano de tomar la forma de época que transcurra.

Resulta casi imposible imaginar el emplazamiento en este mundo, así como se ve por la ventana, escindido de las funciones de ese rol pero, sobre todo, de la eficacia simbólica que implica, porque básicamente la comprobación empírica de la divinidad etérea (es decir, de un dios o muchos dioses) la encarna la madre, no la mujer: la madre, porque entiéndase también que mujer y madre son dos categorías y experiencias impuestas y absolutamente diferenciadas.

“Nosequién se convirtió en madre” se estila decir cuando una mujer acaba de atravesar un parto. Pues bien, con el perdón de las parturientas, eso no existe. “Convertirse en madre” es absolutamente mítico y teológico. La conversión, como la de un Jesús convertido por el bautismo en el Jordán, habla de la imposición de un ritual de paso a un nivel alado y superior al hecho ordinario de simplemente ser mujer, un paso que evoca directamente a uno de los hechos fundantes de este mundo que habitamos actualmente y, por supuesto, atravesado por el sacrificio, el sufrimiento y la abnegación que son excluyentes para poder ocupar esa vacante, dejando por fuera absolutamente todo lo que implica maternar independientemente del género que se habite y del proceso biológico que atraviese un cuerpo.

Pensemos entonces en la implicancia del hecho que convierte, en la instancia que transforma, el parto. Desde antes, pero con seguridad a finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte en América Latina, si una mujer quería estudiar y formarse intelectualmente, el único camino posible para ello era el convento, el lugar con acceso a los libros y la lectura, de lo contrario su destino inexorable sería –incluso en contra de su voluntad– convertirse en madre, es decir: estrictamente, parir. Punto. Ambas opciones cercenadoras seriales de la sexualidad y del placer (por citar tan sólo un ejemplo). Esa obligación de parir es una pesada mochila que se ha cobrado las vidas de muchas mujeres para poder quitárnosla de encima, sin embargo, este sistema-mundo (en términos de Wallerstein) ideado por y para hombres, es especialista en crear formas que sigan sujetando lo que aparentemente son voluntad y decisión, al cumplimiento de obligaciones y exigencias veladas de libertad y/o progresismo.

En un breve intento de cronología en cuanto al hecho de parir, la obligación de parir y la conversión en madre, podemos decir que hemos asistido a distintos escenarios, desde un montón de niñitos que al final terminaban criándose entre ellos, pasando por el innumerable conteo de otros niñitos paridos por una madre blanca y rica pero amamantados, criados y cuidados, es decir, maternados por una esclava o jornalera negra o indígena, hasta el hecho de poder elegir parir o no, situándonos en un presente en el que la obligación del cumplimiento del rol se ha convertido en una usina de tensión y estrés, en el que no hay lugar a la imperfección, a la trasgresión, al error.

Es decir, se asume que si ya no es obligatorio parir y entonces es una elección, el rol debe ser ejercido con una impecabilidad absoluta digna de respeto y orgullo. Este presente está atravesado por maternidades –y paternidades– absolutamente estresadas con cuerpos tensos y contracturados vigilantes de la tele, de los juegos, plagadas de semillas y frutos secos, comida orgánica y lechuga de la huerta de los padres capuchinos de la camita de Topo Gigio, con niños y niñas que tienen agendas semanales de presidentes y ni un solo moco con tierra colgándoles de la nariz.

Al final, y teniendo presente que hay excepciones y que no me importa herir susceptibilidades, la maternidad no deja de ser una tremenda imposición fundante de todo lo que somos, sigue asistiendo a una serie de reglas y obligatoriedad, con otra fachada y más progre, pero mandato y cumplimiento al fin, y todo eso porque arranca con el hecho y experiencia corporal de gestar y parir.

Pienso en las personas, todas, que maternan todo el tiempo y todos los días a quienes les rodean, a sus entornos y a sí mismas. Pienso en los hombres hetero cis que valientemente se han sacudido los roñosos mandatos de paternidades ausentes y estériles devenidos en personas que maternan a sus hijos, hijas y a los que aman. Me pregunto entonces ¿Dónde quedan las distintas formas de “convertirse” en madre, pero a una escala no bíblica? ¿Qué lugar demoníaco les seguirán asignando a las mujeres que alguna vez parieron y luego decidieron irse, dejando ese producto de su cuerpo? ¿En qué mesa familiar se sentarán hoy las mujeres que maternaron personas a las que no parieron?

La madre es una construcción cultural, mi vieja y la suya son otra cosa. Ninguna mujer se convierte en madre. Las personas paren, luego vemos.