Caminé intensamente durante una hora por el barrio. Todo empezó buscando un lugar en el que pudiera hacer un juego de llaves un sábado a la hora del almuerzo. Finalmente encontré una ferretería a la que entré, intrigada, siguiendo el cartel de la puerta: “Se necesita aprendiz de ferretero”. Con el nivel de poesía de esa búsqueda era imposible que no hicieran juegos de llaves. No me equivoqué.

Las ferreterías son sitios increíbles. Absolutamente todas conservan la misma estética y un universo de tonos grises inmejorable. Siempre todas con cosas y cositas amontonadas y con un alto estándar de estética masculina que básicamente no se encuentra en otros recintos, un lugar de preguntas y respuestas puntuales. A la ferretería se va por soluciones, siempre, y debe ser por eso que suele ser un espacio en el que la espera se extiende un poco más de lo normal. En la contemplación del lugar, mientras me hacían las llaves, algún rincón de mi disco duro revisó archivos de ferreterías en mi biografía y concluí que, en cualquier barrio de cualquier ciudad de cualquier país, las ferreterías siempre son y serán iguales. Pensé en la etimología de la palabra que vendría siendo almacén de hierro o algo así y me pareció increíble cómo el hierro, que bien ha sabido forjar parte de nuestra historia como humanidad, compite en la liga más difícil contra la ligereza del plástico.

Nunca hay un ferretero apurado. Manejan un tiempo acompasado con un estoicismo envidiable en estas épocas. Me pregunté entonces si habrá algún chico que quiera ser aprendiz de ferretero ¿o alguna chica? Porque convengamos que, aunque debe haberlas, la ferretera no suele ser una mujer. Y entonces me pregunté por los oficios y con un poco de desánimo por esta humanidad, empecé a observar al ferretero con algo de empatía, sentí que estaba en frente de un oso panda comiendo bambú: una especie en vías de extinción en pleno barrio de Almagro.

En ese momento me recordé a mí misma con seis o siete años en adelante cuando todas querían ser doctoras, abogadas, ingenieras y yo abrigaba la enorme ilusión de ser modista. Oficio maravilloso si los hay. La vida y el capitalismo me marcaron otro destino, como lo han hecho con generaciones enteras y reconozco que envidio a las personas que pueden solucionar un problema de plomería, de electricidad, construirse una casa, hacerse un traje, reparar calzado o ser un detallista conocedor y descifrador del mundo de los cosos y cositos que van dentro de una cosa, los ferreteros. Nadie va a llamar a una antropóloga a la media noche o un domingo a la hora del almuerzo, pidiéndole encarecidamente que le solucione un problema urgente.

La importancia de los oficios en un mundo que ha sido construido a pie y a mano. Con el juego de llaves en mi bolsillo, salí del lugar eligiendo creer que el ferretero va a recibir una cantidad alarmante de solicitudes para la vacante, que algunas de esas serán de chicas y de personas trans, quise convencerme de que hay valientes que apostarán a formarse en oficios en este presente que vivimos. Caminé un poco desolada reconociendo en mi imaginario la tremenda negación y hasta nostalgia por un mundo de ayer, ante la certeza de que dentro de unos años no va a haber absolutamente nadie que pueda solucionarnos la plomería, la electricidad o la carpintería, porque todos serán creadores de contenido.