El camarero de los sábados al mediodía ya me conoce. Todavía me considero nueva en el barrio, o por lo menos lo he sido hasta recientemente porque para dejar de serlo debe pasar justamente eso: tener un bar cerca de casa en el que te conozcan y cuando entres ya sepan qué llevarte a la mesa. Los sábados al mediodía me siento a leer, en ese extraño intermedio en el que el café empieza a abrirle paso al almuerzo, yo estoy sentada ahí, sola, leyendo.

Pienso en la imagen que se crea, trato de observarme a mí misma como si fuera un narrador omnisciente o directamente dios, en un extrañamiento de mi propia humanidad como en los sueños o en los desdoblamientos y me reviso desde absolutamente todos los ángulos y verifico entonces que soy eso, una mujer sentada sola, leyendo. El mundo no es como es, el mundo es como lo miramos, entonces esa normalidad que yo observo es otra normalidad para un otro, para el camarero, por ejemplo, que irrumpió en la rutina de ser una clienta más desplegando los rancios mecanismos machistas con olor a naftalina de abordaje, a una mujer que está sentada sola. Incómodo, violento e innecesario.

Hay una impunidad que se habilita en algún lugar del pensamiento o de la mirada masculina cuando una mujer está sentada sola. El mundo hace rato que está cambiando drásticamente y una serie de formas roñosas que ya no dan lugar ni siquiera a la seducción, empiezan a quedar en el olvido, sin embargo, patalean de algún modo y se resisten. Aunque los cambios no sean tangibles o lo sean en menor medida, no quiere decir que sean menores, al contrario. Por lo menos algo que da cuenta de los cambios radica en el contraste, el contraste que se presenta cuando un suceso antes naturalizado irrumpe en formas cambiadas.

Una mujer sola incomoda. Me refiero a que es incómoda, y no a que está incómoda. Una mujer que está sola no puede además estar tranquila ¿Cómo es posible que la mujer sola pueda ser la proveedora de su propio placer y disfrute? Esa soledad pareciera que tiene que ser llenada de algún modo, ese espacio que para una mujer es simplemente aire, para algunos hombres es una vacancia. Porque en el espacio de libertad de una mujer, el capitalismo y las vetustas masculinidades lo que ven es una oportunidad para cooptarlo. En el mundo como lo conocemos dentro del ordenamiento y cosmovisión judeocristiana que nos ha dado forma y contexto, una mujer adulta, sola, y que sea digna de respeto, lo será únicamente si es viuda, de lo contrario será puta o bruja. Lo que no es normal tiene que ser corregido, neutralizado, normalizado o desterrado.

El camarero de los sábados al mediodía no me conoce, jamás lo hará. Ha desenterrado las miradas milenarias –cada vez más apagadas– de la asfixiante incomodidad y ha profanado el silencio sacro de la lectura. Verifico entonces que sigo siendo nueva en este viejo barrio y corroboro que mi incomodidad, lejos de desterrarme, me hará seguir habitando el espacio de lectura de los sábados al mediodía en ese mismo lugar, porque muy a pesar de cualquier tipo de imaginario en la oxidada mente de un sujeto, una mujer sentada sola en un café es simplemente eso: una mujer sentada sola, en un café.