17 de septiembre 2024, El Espectador
Cuando el presidente Petro dice que le van a dar un golpe, o que lo van a matar, los “flash expertos” en conducta humana lo descalifican, los groseros lo insultan y los peores enemigos se frotan las manos.
Veo improbable que le den un golpe militar, clasista o político, capaz de separarlo de la presidencia antes del 7 de agosto del 2026. Sería una estupidez; somos una democracia y no un país golpista; no habría un ser ideal para sentar al día siguiente en la casa de Nariño; y de los 11 millones que lo elegimos, todavía quedamos muchos dispuestos a defender nuestro voto.
Otra cosa es el riesgo de un magnicidio, y en un país tan inundado de violencia como el nuestro, en donde tantas generaciones han heredado y aprendido la rutina del odio más fácilmente que el hábito de la convivencia es una irresponsabilidad burlarse de la posibilidad de una muerte violenta.
La gente es libre de aplaudir o despedazar los discursos del presidente, y de gustarle o no su retórica. Eso es secundario. El punto que no admite sarcasmo ni inconsciencia es que su vida hay que cuidarla 24 horas al día, como si cada amenaza, cada percepción y temor, fuera cierto.
El presidente planteó algo que varios recibieron como un delirio exótico: que Iván Mordisco, comandante del mal llamado Estado Mayor Central de las disidencias de las FARC, en alianza con mafias internacionales y otros sectores delictivos planean matarlo. Si las evidencias indican que el grupo liderado por Mordisco sigue asesinando líderes sociales, firmantes de paz, indígenas, afros, campesinos, policías y miembros de ejércitos regulares e irregulares, no sería insólito que semejante individuo atentara contra el hombre que llegó a la presidencia con la consigna de devolverle la paz a Colombia. A diferencia de otros que no cabe nombrar el mismo día, Mordisco ha despreciado la mano tendida, quizá porque ni le interesa ni le conviene la paz; como tampoco les interesa a las vocaciones bélicas, a la extrema-extrema derecha que se quedaría sin estribillo, o a quienes rezan para que a Petro nada le salga bien (sea lo que sea y así el fracaso se pague en camposantos y desaparecidos), simplemente porque les revuelca las tripas que él sea el presidente.
¿Cuántos colombianos no han podido superar que hace más de 30 años Gustavo Petro haya pertenecido a un grupo guerrillero? ¿Cuántos, 8 años después del acuerdo de la Habana, incitan y presionan para que los excombatientes de FARC sigan siendo víctimas de acoso, estigmatización y asesinatos? ¿Cuántos curas dijeron las barbaridades que dijeron? ¿Cuántos colombianos eligieron presidente de la república al gerente del No a la paz? ¡A ver! Somos unas partículas de resiliencia y rebeldía, una convicción que no renuncia, tratando de movernos entre cables oxidados y laberintos de telarañas, rencores y prejuicios. Por eso tantas cosas que deberían ser elementales (como por ejemplo no matarnos) resultan tan difíciles de lograr.
La memoria de la animadversión ha sido más duradera que la memoria de los afectos, y muchos recuerdan más lo odiado, que lo amado. Cuando esa conducta se repite y se normaliza, deja una lesión emocional en el corazón de la sociedad.
Yo recomendaría tomarnos más en serio la vida… y la muerte. Tomarnos en serio que la nuestra es una historia de sangre derramada. Hemos asistido a demasiados entierros de periodistas, líderes, estudiantes, candidatos y exguerrilleros, asesinados por ser valientes y perseverantes, y porque no les creyeron que los iban a matar.
A la gente hay que creerle, por principio, y para que el final lo escriba el curso de los años, y no el cursor del plomo.