Por Gabriela Acosta Laurini (mamá de JRA)
Algunos datos…
De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud – OPS, cada año cerca de 274.000 niños, niñas y adolescentes menores de 19 años son diagnosticados con cáncer infantil.
En América Latina y El Caribe, se estima que esta cifra anual corresponde a un promedio de 30.000 niños, niñas y adolescentes menores de 19 años, las proyecciones estiman que alrededor de 10.000 de ellos, morirán por causa de esta enfermedad.
En los países de ingresos altos, más del 80% de los niños afectados de cáncer se curan, pero en muchos países de ingresos medianos y bajos la tasa de curación es de aproximadamente el 20%.
Cifras impactantes y alarmantes, son los rostros invisibles que estamos detrás de las estadísticas. Ni siquiera un seguimiento nominal de cada caso de cáncer infantil – CI, podría dar cuenta fidedigna de lo que esta enfermedad significa desde quienes la vivimos.
Mi testimonio
Hasta diciembre del 2023, mi vida y la de mis hijos, transcurría con la normalidad de horarios de trabajo, estudio, actividades extra curriculares y demás. Soy madre de dos pequeños, uno de 9 años y otra de 6, el mayor de ellos jugaba en una escuela de fútbol, la semana transcurría entre entrenamientos y campeonatos; nuestro día a día era muy dinámico.
El 12 de enero de este año, ¡se nos detuvo la vida! Mi hijo mayor de 9 años se encontraba jugando fútbol, su mejor amigo, pateó sin culpa en el empeine de su pie y al caer al suelo, el resultado fue una fractura cerrada, completa del fémur derecho. Al ver la pierna de mi hijo, de inmediato pensé en cáncer al hueso y recordé las numerosas veces que acudí a citas médicas con dudas e interrogantes que nunca fueron atendidas con la importancia que ameritaban.
Desde inicios del año anterior, mi hijo presentaba lo que ahora conozco como signos del CI y a pesar de que llamaron mi atención desde el primer momento, la respuesta esquiva de muchos médicos impidió una detección temprana del diagnóstico.
Ante los sangrados de la nariz frecuentes, que en ocasiones se presentaban hasta más de uno o dos al día o inclusive mientras dormía, la respuesta que recibía en consultorios médicos era: “señora su hijo se debió haber metido los dedos en la nariz, además tiene rinitis”. Ante los dolores de huesos y articulaciones, la respuesta era: “señora es el desarrollo”, ante la sudoración excesiva, la respuesta era: “señora deje de buscar la quinta pata al gato, su hijo está entrando a la adolescencia, es normal que sude”, ante la palidez y la fatiga que presentaba, así como ante los dolores sin razón aparente de cabeza y mareo con el que se levantaba, la respuesta era: “señora su hijo se debe haber quedado jugando video juegos” (cuando en ese tiempo no disponíamos ni de televisión smart, ni de consola de video juegos y mi hijo no tenía celular; ante los moretones en su cuerpo, la respuesta era: “señora los niños se golpean y ni se acuerdan en donde”, ante los vómitos sin razón que se producían en la mañana al levantarse, la respuesta era “señora seguro la cena le sentó mal”.
Después de la fractura, acudimos en ambulancia a una unidad médica de segundo nivel del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social – IESS, tras estudios de imagen se determinó la presencia de un quiste óseo y con ello la pesadilla que tanto me temía se empezaba a materializar. Permanecimos en aquel lugar por 15 días, con mi hijo enyesado, con medicación para el dolor y para evitar que se formen trombos, pero su caso, no recibía la atención debida; la incertidumbre de tener un diagnóstico incrementaba mi preocupación y la falta de respuesta clara de los procedimientos, solo nos mantenían en una eterna espera.
Transcurridos 15 días sin respuesta de algún proceso de derivación, exigí que se atiendan los derechos de mi hijo, ya que, por procesos administrativos ineficientes, ni siquiera podíamos tener un diagnóstico real; en aquella casa de salud no podían realizar la biopsia y tampoco atendían de forma adecuada el proceso de derivación.
La pesadilla
En menos de 2 horas fuimos derivados a al Hospital Pediátrico Baca Ortiz del Ministerio de Salud Pública, el cual se ha convertido desde ahí en nuestro segundo hogar. Cuatro días después se hizo la biopsia. Treinta y cinco días después supimos que mi hijo tenía osteosarcoma condroblástico. Recuerdo el impacto al ver el nombre del diagnóstico en el informe del examen histopatológico; mi hijo que estaba delante de mí sentado en la silla de ruedas me dijo: “mamá, ¿por qué tiemblas?”, ver su rostro e ingenuidad me desmoronó por dentro… entonces le sonreí mirándole a los ojos y fue como si en segundos viera todo el proceso que iba a tener que atravesar mi hijo, el miedo de no volver a ver su mirada algún día me dejo muda y no pude responder, entonces abrieron la puerta del consultorio de traumatología, me llamaron y mi mayor miedo se confirmó; sentía que me arrebataban una parte de mi alma y de mi ser.
Desde el diagnóstico inicial fuimos atendidos en este hospital de forma integral por varios especialistas para que mi hijo pueda iniciar el tratamiento oncológico; todo parecía que transcurría a prisa, los días se iban entre una interconsulta y otra; la incertidumbre de él de no entender porqué seguía con yeso se mezclaba con la inseguridad de mamá de no saber qué decirle para que entendiera la magnitud de lo que se venía. Apelé a mi fe, leí libros, pregunté a especialistas, pero todo se resumía en el sentir de: “!cómo se le dice todo esto a un niño de 9 años!, ¡cómo le hago entender a su hermana de 5 años (en aquel tiempo) que seguirá sin ver al hermano y a mamá por largos periodos de tiempo de hospitalización”.
Inventé una historia a modo de cuento para que mi hijo comprenda que las células de su hueso no se estaban formando como deberían y que debido a ello tenía que someterse a un tratamiento extenso y difícil, cuando mi hijo fue comprendiendo la realidad, fuimos lidiando con su ira, enojo, rabia y frustración; así, empezó con tratamiento de parte de psiquiatría, e iniciamos con temor las quimioterapias, sabiendo que una vez iniciado este camino, no hay marcha atrás.
Luego de meses nos hemos familiarizado con una nueva normalidad; siento que vivimos en un eterno presente, le digo a mi hijo; “vamos un día a la vez, con eso es suficiente por hoy”, afuera de estas paredes existen horarios de oficina, extra curriculares, existen parejas, existen días festivos y feriados, existen días de descanso y días laborables; pero dentro de estas paredes, vivimos la misma rutina una y otra vez, atender vómitos, lidiar con irritabilidad, consolar el dolor que vemos en nuestros hijos, medir PH y densidad en la orina, estar pendiente de folinatos y gluconatos de calcio, anotar ingestas, escuchar las bombas cuando hay una oclusión distal o cuando la infusión está próxima a acabarse, nos convertimos en mamás – enfermeras las 24 horas del día, los 7 días de la semana, sin descanso, sin derecho a relevo ni a vacaciones físicas o mentales.
¿Qué hay detrás de las cifras de CI?
La parte no visible es escuchar a mi hijo que se quiere rendir, es escuchar a otro llorar toda la noche por dolor, es reír juntos hoy y mañana saber que están en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos, es abrazarnos entre madres y encerrarnos en el baño a llorar cuando queremos gritar y aún así, salir sonriendo para acompañar con amor a nuestros hijos; es abrazar a un niño que se va a casa sabiendo que pronto va a morir; es conocer a padres y madres -en su mayoría- tremendamente luchadoras, indigna saber que fueron despedidas porque ningún jefe aguanta que pasen tanto tiempo en el hospital.
Detrás de las cifras se esconden niños que renuncian a su condición de infancia, que tienen que lidiar con procedimientos físicos dolorosos e invasivos en vez de jugar en los parques; se esconden adolescentes que, en vez de sentir una primera ilusión, sienten la desilusión de saber que podrían partir de este mundo. Detrás del CI se esconde una mujer que renuncia a los otros roles que desempeñaba para dedicarse exclusivamente al de madre; se esconden padres que se hunden en el alcohol; existen hogares que se fracturan por los cambios en la dinámica familiar.
Detrás de las cifras se esconde la esperanza de someter a nuestros hijos al único tratamiento que tal vez los pueda salvar; se esconden padres y madres que pasan hambre, se esconden niños y niñas que se encuentran mes a mes entre las paredes del hospital y generan vínculos. Existen casos que se dan por perdidos, pero que se convierten en milagros vivientes, y también existen casos de niños que estando aparentemente mejor… al día siguiente ya no están.
Detrás de los datos de Cáncer Infantil existen madres que despiden a sus hijos en féretros pequeños mientras les dicen: “levántate de esa caja, vamos a jugar”. También hay hermanos de niños con diagnóstico oncológico que quedan en casa prácticamente solos durante muchos días, hermanitos haciéndose cargo de los otros hermanitos. Existen niñas y niños que, a más de luchar con su diagnóstico de cáncer, son también diagnosticados con depresión, trastornos de comportamiento, de ansiedad, entre otros; y son medicados con pastillas psiquiátricas. En la parte invisible del CI, hay mujeres que lloran el abandono de sus parejas, existen familias que en los pasillos de un hospital se despiden en fila de sus pequeños guerreros cuando son desahuciados.
Estamos madres que tenemos que estar pendientes de trámites y formularios que el área administrativa traspapela, no gestiona o lo hace de forma inadecuada; y en ocasiones, estamos madres que miramos con frustración cómo el seguro social “no cubre” ni la enfermedad, ni dispone de proveedores externos para exámenes específicos a pesar de que nos sigue descontando el valor mensual del seguro mes a mes, y existimos madres que tenemos que precautelar los derechos de nuestros hijos, a pesar de que el sistema de salud debería garantizar un piso de protección firme para ellos.
Vivir con este diagnóstico es co-existir con la vida y la muerte todos los días dentro de la misma habitación.
La detección precoz es la clave
La detección precoz del CI es vital para aumentar el índice de curación, esto requiere que los médicos escuchen nuestras dudas e intuiciones, disipen nuestros temores con información oportuna y que los signos de alarma que las familias muchas veces sí identificamos sean tomados en cuenta con la seriedad que amerita.
Septiembre es el mes de concientización del cáncer infantil – CI, quisiera que se accione un abordaje contextual y considerar a las familias implicadas. Prácticas de cuidado del cuidador, así como el acompañamiento en materia de salud mental, deberían ser pilares tanto para el paciente infantil, como para su círculo familiar inmediato.
Desde la experiencia con mi hijo, doy testimonio del impacto positivo que tiene un doctor y una doctora que sonríen a su paciente y le pregunta como está, aunque esté de mal humor. Y afirmo que se agilizan los procesos y trámites administrativos cuando un médico presiona y está pendiente de cada uno de sus pacientes garantizando una atención oportuna en el tiempo adecuado.
Nuestros hijos luchan a diario con un diagnóstico complejo que demanda un tratamiento extremadamente fuerte, con náuseas, vómitos, dolores intensos, con miedos, cambios de comportamiento, educación que se adaptan a su nueva realidad, se enfrentan a la tristeza de dejar a sus compañeros de escuela o colegio y a dejar sus actividades sociales, lidian con cambios radicales en su aspecto físico, con procedimientos médicos permanentes, con impotencia y frustración ante el duelo de ya no ver a sus compañeritos guerreros; e inclusive en algunos casos, con enfermedades mentales desarrolladas a raíz del diagnóstico oncológico inicial.
Hace poco mi hijo tuvo con éxito la exéresis del tumor y recibió un injerto de fémur, pudo conservar su pierna y su pronóstico avanza; actualmente, tiene hospitalizaciones de 3 semanas consecutivas y 1 salimos a casa, tiempo en el cual procuramos compartir lo que más podemos con su hermanita de 6 años. Nos hemos adaptado a este ir y venir, estar en casa es como ir de vacaciones, venir al hospital se ha convertido en “venir al campamento”.
El CI es un fantasma latente que tiene el potencial de volver a aparecer en escena en cualquier momento de la vida de quien lo tuvo. Y aún venciéndolo, su impacto se traduce en años de experiencia de vida perdidos para nuestros hijos, en rezago de aprendizajes que generan brechas de desigualdad social, en habilidades sociales limitadas e inclusive a veces en secuelas físicas, emocionales y mentales.
Es fundamental que podamos tomar conciencia de lo que hay detrás de los datos, cifras y estadísticas; para nosotros nuestros hijos, son el mundo entero.