Lo preocupante y triste es que el día de su muerte, la prensa peruana e internacional le informaba al mundo sobre «el fallecimiento del expresidente», agregando a veces, el adjetivo «controvertido» y siempre subrayando que fue él quien «ganó la guerra contra el terrorismo» en Perú.

Esto significa que de los horrores de la reciente historia, una vez más, no se aprendió nada. El análisis crítico del pasado, de nuevo, es reemplazado por una caricatura, dibujada por encargo del poder global y millones de niños peruanos crecerán con los cuentos falsos de un personaje que estableció la farsa barata como norma del quehacer político, en un país que jamás existió. Se ha muerto un monstruo. Pero lo que importa no es él, sino la lección política del fujimorismo que, con el régimen dictatorial de Dina Boluarte, sigue más viva que nunca.

Después de décadas del discurso patronal latinoamericano sobre el ‘populismo de izquierda’ (pues la preocupación de cualquier gobierno por su pueblo, de inmediato se proclamaba ‘populista’), Alberto Fujimori fue el primer populista de derecha, inaugurando la larga y lamentablemente exitosa temporada de los Bukele, los Bolsonaro, los Milei y de más. Es importante tener en cuenta que la principal llave que abre la puerta ‘democrática’ a los populismos antipopulares de derechas y ultraderechas es la ignorancia de los pueblos, su idiotización por la falta de educación pública y por la sobredosis de circo mediático.

La gente humilde del Perú me decía: «Apoyamos a Fujimori porque a diferencia de los otros gobernantes, él no robó a los pobres, sino a los ricos». Esta fue una de las ilusiones ópticas de la televisión de su tiempo, cuando los peruanos pobres le agradecían a Fujimori por ‘robar a los ricos’, saliendo en masa para buscar cualquier trabajo en los países vecinos. Su popularidad también era el reflejo del racismo y del clasismo de la sociedad peruana, que optó mejor por un japonés ridículamente disfrazado con poncho y chullito, por ser representante de un mundo ‘más avanzado’, prometedor de soluciones tecnológicas y respuestas rápidas como pastillas anestésicas para un dolor de siglos.

Para enfrentar el ‘terror de Sendero Luminoso’, el Estado peruano dirigido por Fujimori optó por imponerse a la violencia de la guerrilla maoísta con su terrorismo de Estado, muy superior militar, técnica y, sobre todo, mediáticamente. Los campesinos de los Andes peruanos todavía no se atreven a contar la verdadera historia de la ‘exitosa guerra contra el terrorismo’, mientras que los televidentes de las grandes ciudades aplaudían los grandes éxitos del Ejército, que masacraba a cualquier campesino sospechoso de ser la base de apoyo de los senderistas. Recorran ahora cualquier librería o biblioteca peruana y busquen algún testimonio desde el otro lado de la guerra civil peruana. En Sendero Luminoso participaron decenas de miles de personas y, más allá de sus métodos, repudiables, sin duda, y poco revolucionarios, su lucha tenía una enorme raíz histórica de siglos de injusticia y exclusión del campesinado indígena. Esta mirada desde la otra trinchera de la tragedia ha sido completamente borrada por la censura fujimorista, que por décadas estigmatizó a toda la izquierda peruana denominada por el poder como ‘cómplices de los terrucos’, aunque los movimientos sociales del país fueran también una de las primeras víctimas de Sendero.

Fujimori y el fujimorismo desde su irrupción en la política se caracterizó por el total desprecio por el pueblo, aprovechando la desesperación de las masas más humildes, azotadas por la violencia y la miseria, que suelen apoyar y reproducir una a otra. Lo mismo que décadas después sucedió en Brasil y en El Salvador, la gente agotada por la delincuencia y la desprotección votó en masa por la promesa de la ‘mano dura’, democrática y abiertamente despreciando cualquier Estado de derecho, del que el mismo sistema les enseñó a desconfiar.

Quizás, la expresión más fascista del fujimorismo sea la esterilización masiva de las mujeres indígenas, tratadas, literalmente, como animales. Según las cifras oficiales, dentro de la campaña gubernamental de «control demográfico con el fin de reducir los niveles de pobreza», durante cinco años, entre 1996 y 2001, de manera forzosa, 272.028 mujeres pobres indígenas y campesinas fueron esterilizadas por un método quirúrgico irreversible, la ligadura de trompas. Para esterilizarlas se las amenazaba, les prometían que sería ‘solo por unos años’ o simplemente les pagaban con un plato de comida.

Los titulares de la prensa democrática internacional jamás pusieron imágenes de estas mujeres. El mundo civilizado estaba demasiado preocupado por los derechos humanos en Cuba. Después salió otra mentira fujimorista: las autoridades declararon que «solamente 2.091 mujeres» fueron esterilizadas a la fuerza, suponiendo que las demás lo habían hecho voluntariamente. Para ser justo, no es un invento peruano ni de Fujimori; es una larga tradición de los maestros supremos de la democracia. En EE.UU. con el mismo método esterilizaron a decenas de miles de mujeres indígenas.

Según una publicación de BBC, un informe de 1976 de la Oficina de Responsabilidad del Gobierno de EE.UU. afirma que solo en 4 de 12 regiones donde se hicieron estas prácticas de mujeres indígenas, entre 1973 y 1976, «3.406 de estas esterilizaciones no fueron voluntarias ni terapéuticas».

La misma práctica tuvo lugar en Canadá. Según un informe del Senado, citado por AP, «esta horrible práctica no se limita al pasado, sino que claramente continúa en la actualidad. […] No hay cálculos sólidos sobre cuántas mujeres son esterilizadas en contra de su voluntad, pero los expertos indígenas dicen que regularmente escuchan quejas al respecto. La senadora Yvonne Boyer, cuya oficina recopila los datos disponibles, que son limitados, asegura que al menos 12.000 mujeres se han visto afectadas por esta práctica desde la década de 1970».

La presidenta ilegítima del Perú, Dina Boluarte, que llegó al poder después de un golpe de Estado, mujer que representa a una raza no sujeta a esterilizaciones, decretó tres días de duelo nacional y un funeral de Estado, para el genocida Alberto Fujimori.

Es simbólico que Alberto Fujimori haya fallecido el día 11 de septiembre, la fecha del golpe militar de Pinochet en Chile en 1973. Fujimori para el Perú significó prácticamente lo mismo que Pinochet para Chile, y no solo por su rol decisivo en la destrucción de una larga tradición democrática o por el desprecio total de los derechos humanos. Durante la presidencia de Fujimori, en el Perú fue aplicado el mismo modelo neoliberal que tuvo su gran y publicitado estreno en el Chile pinochetista, tan solo una década antes. Al igual que en el Chile de la dictadura militar, en la democracia fujimorista peruana, pronto seguida por un autogolpe de Estado, consistió en la total privatización de los bienes públicos y la entrega de la poca soberanía económica nacional a manos de los grupos oligárquicos locales a las corporaciones transnacionales. Durante los gobiernos de Fujimori, se vendieron parcial o totalmente 187 empresas estatales por un valor total de 7.542 millones de dólares.

Como en el Chile de Pinochet, en el Perú de Fujimori se habló mucho de los éxitos macroeconómicos, que poco o nada tenían que ver con la realidad cotidiana de la mayoría de su población, que con la dictadura instaurada en el país restringió drásticamente sus derechos, hablando, como siempre, de la ‘flexibilidad laboral’ y de ‘libre emprendimiento’. Seguramente, esta es la razón principal de tanto amor a Fujimori por parte de los grupos oligárquicos del Perú, a quienes supuestamente ‘robaba’ el presidente para ‘beneficiar’ a los pobres.

Se ha muerto un monstruo. La actual dictadura cívico empresarial de Dina Boluarte es su obra.