10 de septiembre 2o24, El Espectador

Moda es moda, diría algún alcalde, y en el mundo de los “likes” no seguirla tiene su costo.

Por ejemplo, uno podría colgar en un gancho oxidado el tema de la guerra, cerrar el armario y botar la llave; salir palabra en ristre contra alguien o contra todo, y subirse al bus que resulte más taquillero. Pero yo prefiero no perder mi puerto; creo en algo llamado convicción, y sé que va necesariamente unido a la persistencia. Si la paz es el arte de la paciencia, y la paciencia es una práctica en extinción, habrá que insistir para que no se extinga del todo, y algún día, vivos o muertos, podamos decir que valió la pena.

Siento que desarmarnos física y emocionalmente, sólo será posible si no renunciamos a la conversación más importante y compleja del mundo y a un ejercicio de escucha y espera, de conjugar firmeza y ductilidad, generosidad y exigencia, promesa y cumplimiento.

Miles de voces (razonables o impertinentes, doctas o simplistas, odiosas, sensatas, divertidas o académicas) nos piden que tiremos a la basura los logros alcanzados; que “bala es lo que hay” o lo que debe haber, y que a la fuerza pública se le está haciendo tarde para dar de baja a ese montón de facinerosos que desestabilizan al país del Sagrado Corazón. Moda es moda y plomo es plomo. Y la paz concertada –dicen muchos– es un romanticismo de la izquierda, al que no vale la pena gastarle (no dicen dedicarle) más tiempo.

En contraste con lo anterior, hemos visto en estos 3 o 4 días, unos videos de 30 segundos grabados por indígenas y periodistas, profesores y políticos, artistas, activistas y excombatientes, que le piden (o exigen) al ELN regresar a la mesa de paz con el gobierno nacional. Reconforta que existan soñadores y soñadoras que no están dispuestos a renunciar a la perseverancia, y les importa que en un año de cese al fuego hubo 29 muertos, mientras en este mes con el cese levantado van 13 muertes de civiles, guerrilleros y militares, y pasamos de cero a 11 atentados contra la infraestructura petrolera.

Si el ELN no firma la paz en este gobierno se expone a perpetuar décadas de persecución y ofensiva militar y –sobre todo– a morir de asfixia política y descrédito popular, porque no habrá un sector de la sociedad que los respalde, ni un campesino que se sienta representado por ellos.

Bien hacen el senador Iván Cepeda y Vera Grabe al afirmar que el deber de la delegación del gobierno es insistir y persistir en la urgencia de retomar los diálogos, avanzar hacia el fin del conflicto con la guerrilla del ELN y proteger a las comunidades. Bien al no dejarse silenciar por las voces que dan por agotada la mesa, o por quienes olvidaron en un ataque de amnesia selectiva, cómo dolían los pabellones del Hospital Militar llenos de soldados heridos, y esas filas interminables de ataúdes de policías cubiertos por la bandera de Colombia.

Me parece tan inclemente como arcaica la nostalgia bélica, y no apoyo ni el clamor por el regreso de combates y bombardeos, ni la insensatez del ELN al levantarse de una mesa que les estaba dando la posibilidad de cambiar una revolución armada, por una evolución política. El ELN no puede seguir anclado a una confrontación que demostró ser devastadora para el pueblo y estéril en la búsqueda de la equidad. Si al ELN aún le queda algo de sentido social, urge que no dilate más lo impostergable; que no siga anclado a un pasado que nos costó 9 millones de víctimas y vivir en estado de shock trans y post traumático; regrese ya a la mesa y de una vez por todas y con todo, apuéstele a la vida. De la hostilidad no quedan sino el cansancio y los cementerios.

El artículo original se puede leer aquí