En esta casa se reconoce la llegada de la primavera no porque se apague la calefacción que trabajó durante todo el invierno, tampoco porque el gato empiece a trazar rutas secretas siguiendo el rayo del sol en distintos ángulos y mucho menos porque cambie el menú, yo nací y fui criada en un país sin estaciones en el que las lentejas, el maíz y los frijoles se imponen todo el año casi con la misma contundencia con que lo hace la violencia. No. En esta casa el equinoccio entra por los oídos a través de las ventanas, las risas, los pelotazos y los ruidos de juegos que hacen los niñitos de la primavera anunciando el cambio de estación y que es momento de que todo se empiece a poblar de más verdor, incluso en este céntrico y cementado barrio porteño.

No viven en mi edificio y nunca he sabido con exactitud en qué patio o terraza juegan, y no me interesa saberlo. El hecho es que cuando llega la primavera, los fines de semana desde media mañana y durante toda la tarde, llenan el pulmón de la manzana con sus carcajadas. Ellos no tienen ni idea que los escucho, que les presto atención a sus risas, a sus conversaciones, a los marcadores de los partidos de futbol que juegan y a las canciones que improvisan. Tampoco saben que muchas veces me río con ellos desde el comedor o desde el sillón.

A veces interrumpo lo que estoy haciendo solo por prestarles atención y en silencio, agradecerles de corazón, así, como cuando se le agradecen el amor o los milagros a dios. Les agradezco que me hagan reír, les agradezco que después de meses de invernar, su infancia salga de la cueva del crecer y les agradezco también que me devuelvan al momento en el que el juego todavía no ha sido fagocitado por la topadora de la vida. No quiero saber quiénes son, no me interesa conocer los rostros en la vida real. Elijo seguir imaginándolos, todos transpirados, con la piel tersa y los cachetes colorados. Imagino que son tres, dos niños y una niña, pero supongo que además no son hermanos todos entre ellos, estoy segura de que alguna de esas fichas fijo es un primo o una prima, personajes imprescindibles para conocer la felicidad.

He sobrevivido a un invierno largo, frío y durísimo y volverlos a escuchar, aunque poco, estos días, me reconfortó. Sin embargo, esta primavera sentí por ellos algo parecido a la nostalgia, pensé en que cada primavera puede ser la última y pensé en mí y en la especie entera y reconocí como condición humana el hecho de que nunca, jamás, supimos que esa última vez que salíamos a jugar eran en efecto la última vez que lo hacíamos: la fatalidad de crecer. Es el fin del mundo porque es el fin de ese mundo, el de la infancia.

Y el mundo se cae a pedazos y podría escribir sobre cualquier cosa urgente ahora mismo, pero es imprescindible hacerlo sobre lo importante; está siendo un domingo de primavera hermoso pero las alertas se han encendido: los niñitos no suenan.