El fenómeno de disolución es algo visible, perceptible, tangible en casi todos los dominios de Occidente. El vacío es tan profundo en la cultura de masas, que es inimaginable pensar en que se haya dado espontáneamente.
Los antes conocidos como medios de comunicación se han convertido en altavoces de la disgregación acentuando una particular culpabilización generalizada que esconde las verdaderas responsabilidades de esta decadencia.
Este fenómeno que ha llevado al Reloj del Apocalipsis a marcar la hora más cercana a una guerra nuclear de las que se tenga registro en la historia, tiene muchas especificidades para su análisis, gran cantidad de variables y abordajes posibles. Podemos abrir y cerrar el hilo temporal, las coordenadas territoriales o los abanicos ideológicos, todo sirve para que podamos ir sintetizando un gran diagnóstico que nos permita dar un salto, sino evolutivo, al menos de supervivencia como especie.
He estado poco activo a la hora de desarrollar hipótesis, así que quizás ahora falten mayores explicaciones que permitan entender cabalmente estas líneas, sin embargo, quiero hablar del proceso de recolonización que vive la Argentina.
Un país, un territorio, una casa común, puede ser una patria, una matria, una nación o un Estado.
Los nombres de patria y de nación se han vuelto palabras que se relacionan con las posturas de derecha y mucho de eso tiene que ver con que si bien son entidades constitucionales de las que casi nadie elude, todos nos sentimos partes de ella. No necesariamente esa patria nos pertenece.
Es decir, prácticamente desde su propia creación, esta patria, esta república, está en manos de grandes terratenientes que han usufructuado lo tangible de la patria, sus tierras y bienes naturales. No solo eso, sino que el entramado económico ha hecho que dejada atrás la esclavitud, ese poder que se quedó con los bienes generales, se ha adueñado de lo tangible de la nación, su gente.
Población atravesada por creencias impuestas, por órdenes y castas, por diferencias de clase, raza y educación. Un statu quo que privilegia a unos pocos en detrimento de las inmensas mayorías.
También aparece la palabra Estado, ahora utilizada casi como un insulto, emparejada con comunismo, socialismo, ineficacia y despilfarro. Pero hete aquí que ese Estado se convirtió en la manera de poder repartir el resto de bienes que cuenta nuestro territorio y que no fue usufructuado por los poderosos.
Ese Estado que fluctúa, que se expande y se achica dependiendo los intereses que defiendan quienes operen los hilos de este aparato. A través del voto, las mayorías deciden quien comanda los destinos de los bienes comunes (el Estado). De aquellos bienes que son propiedad privada no hay manera de disputarles siquiera la dirección.
Entonces, cuando una población vota a quien viene a destruir sus propiedades colectivas en beneficio de las élites locales y foráneas, no queda otra que pensar en un suicidio tribal. Vendrán ahora las voces internas a decirnos quién ha sido más servil a esos intereses a lo largo de la historia argentina, quiénes abrieron más las posibilidades de la extensión de los privilegios, contrastando con momentos de expansión de derechos o conquistas de posibilidades para una vida menos desigual.
Todo ese ruido es bienvenido para aclararse en los diagnósticos que nos convoquen a una confluencia. Pero volvamos al enardecido que se autodefinió como el topo que va a destruir el Estado desde dentro.
No a él, sino a esa frase, que debería dolernos a todos, porque finalmente ese Estado es casi lo único que tenemos para guarecernos del frío, para curarnos de las enfermedades, para educarnos y mantener una vida razonablemente ordenada. Volver al mundo primitivo ya no es posible, porque ya no existe un orden natural.
En el corto plazo una nación sin Estado, una patria sin Estado, un Estado sin Estado además de ser un sinsentido, se convertiría en un caos absoluto donde los adinerados dispondrían de los medios para mantener a las mayorías a raya o bajo su servidumbre. O sea, la disolución.
Antes, lo que tenga valor de mercado será usufructuado nuevamente por las entidades locales y extranjeras que trajeron este plan de negocios al gobierno. Muchos que creyeron que podrían sacar su tajada comprenderán, tarde como casi siempre, que el pastel no se iba a cortar en tantas porciones y padecerán el destino de las mayorías.
La bomba neutrónica en la Argentina está cayendo, estamos al borde de la detonación, el Reloj del Apocalipsis no es solo un problema lejano, más allá de que formemos parte de los blancos posibles de una guerra nuclear. Hace algunos meses leía que Milei era más peligroso que mono con navaja, y sí, es un desequilibrado pulsando el botón de rojo para la desintegración de la Argentina.