La desconfianza que muchos chilenos le tenemos a los militares se explica en la resistencia a comprometerlos en las tareas de seguridad demandadas por la población. Ni siquiera al comprobarse cómo Carabineros y la policía de Investigaciones se ven abrumados o sobrepasados por las criminales acciones de la delincuencia organizada y bandas de narcotraficantes. Permanece en la conciencia nacional toda aquella funesta trayectoria de las Fuerzas Armadas involucradas siempre en golpes de estado y toda suerte de luctuosas operaciones contra la sociedad civil. No es fácil olvidar los 17 años de dictadura pinochetista, junto a ese largo y terrible recuento de crímenes cometidos al servicio de los diversos gobiernos autoritarios de nuestra historia.
Muchas veces hemos destacado que a nuestro Ejército se le puede atribuir más muertos y víctimas dentro de propio territorio que en aquellas ocasiones en que sostuvimos vergonzosas guerras fratricidas con Perú y Bolivia. No es fácil ignorar, tampoco, los campos de concentración y de exterminio levantados y operados por los uniformados para confinar, torturar y matar a centenares de jóvenes y trabajadores que luchaban por una sociedad más justa, libre y democrática.
Chile está ubicado dentro de una de las pocas zonas de paz en el mundo. Con orgullo podemos sostener que en general acostumbramos superar nuestras diferencias y litigios limítrofes mediante la diplomacia o el arbitraje solicitado a otras naciones. Mientras que en la “civilizada” Europa no cesan las guerras, aun después de esas horribles conflagraciones del siglo pasado en que murieron millones de personas, bajo las tenebrosas bombas alentadas por el genocidio y la codicia económica. Estados Unidos, Rusia y otras potencias no pueden abandonar su costumbre de invadir países, alentar los conflictos y lucrar de su industria bélica.
Pero nuestra clase política mantiene un temor reverencial hacia los uniformados. Se pueden limitar los recursos destinados a una previsión justa, a la educación, a la vivienda y otros derechos humanos, pero muy poco se discute sobre la necesidad de rebajar los gastos desmedidos de nuestra “defensa”, con lo que se financian cuarteles y operaciones cuya preocupación fundamental son las guerras que muy difícilmente podrían llegar, cuanto sustentar a miles de soldados que podrían cumplir con tareas más loables al servicio del país. Dejar de comprar tantos tanques, barcos, aviones y otros que se obsoletan en nuestro Océano o se desbaratan en tantas piruetas de guerra sobre el Desierto de Atacama.
Ciertamente, puede ser riesgoso para nuestra propia seguridad que los soldados asuman tareas policiales. Sin embargo, debiera ser posible educar y concientizar a nuestros soldados en favor del desarrollo del país, velando por la integridad de nuestros recursos naturales y materiales, cuanto en la protección de nuestros espacios públicos infectados por el narcotráfico, el terrorismo y otras lacras sociales. ¡Cuántos de nuestros reclutas podrían avizorar un mejor futuro adiestrándose, por ejemplo, en la construcción de carreteras y puertos, pero sobretodo observando y conviviendo con nuestra realidad social marcada por la más patética desigualdad y desesperanza! ¿De qué sirve encerrarlos en cuarteles o exponerlos hasta la muerte en estúpidas, inútiles y arriesgados ejercicios militares? Para colmo, bajo el mandato de oficiales que no han podido sacudirse de sus ideas beligerantes, de su agudo desprecio por la soberanía popular y su evidente afán de empatar el tiempo durante sus cómodos años de “servicio”. Percibiendo, por supuesto, mejores sueldos, asegurándose una buena jubilación y cumpliendo con un tiempo laboral más corto que el de la inmensa mayoría de los trabajadores chilenos.
Es cosa de observar cómo países mucho más ricos le han encontrado una mejor razón de existir a sus militares, destinándolos a complementar la acción los policías y agentes del orden, especialmente ante eventos complejos y de concurrencia masiva. En un tiempo en que proliferan enemigos reales como los carteles de la droga, las bandas de secuestradores, los traficantes de armas y otras actividades que se han tornado transnacionales.
La aversión a lo militar debe superarse en la convicción de que es mucho más peligroso y gravoso para un país tener acuartelados a tantos jóvenes que podrían ser agentes del progreso y colaborar a una efectiva reconciliación social con el mundo de los uniformados. Ya sabemos que en las guerras son siempre los civiles los que más pierden sus vidas, tanto en los campos de batalla como bajo los bombardeos criminales en contra de ciudades y pueblos. Derribando escuelas, hospitales y valiosas obras de infraestructura.
En la tarea de edificar nuestro porvenir, sería muy conveniente que los militares se integren al esfuerzo de la civilidad. Aportando su juventud, disciplina y patriotismo, entre los innegables méritos que se le pueden reconocer a los efectivos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. El Estado de Derecho democrático supone que los uniformados formen parte en la construcción del futuro y que en sus deliberaciones la oficialidad procure, por fin, liberarse de las sospechas que todavía mantienen respecto de la población civil y su régimen institucional. De la que debieran sentirse parte y no tutelas.