Conocí a la Maruja hace unos 5 años, al comenzar a participar en una tertulia literaria de gente procedente en su mayoría de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, casi todos ya jubilados. Todos pasaron los años de dictadura como académicos de esa gran institución, a pesar de los rectores designados y el temor omnipresente.

Mi amigo Pato Bustamante me había invitado un par de semanas antes, al ver que mis hábitos bibliófilos me podían convertir en un aporte para la tertulia. Debo decir que el Pato es la persona con el mejor gusto literario que he conocido, siempre con nuevos e interesantes libros en sus estantes, siendo al mismo tiempo un gran profesional (en la actualidad dirige el Departamento de Tecnología Médica) y activista por la discapacidad (participa en organizaciones de personas no videntes, ya que su visión es el 40% de la normal). Ah, y los dos somos homosexuales.

Para mi primera sesión había que leer el «Manifiesto contrasexual» de Paul Preciado. Como este autor español trans me interesaba y nunca había leído nada suyo, me pareció un buen inicio. Pero cuál no sería mi sorpresa al ver que en la tertulia a casi nadie le había gustado, excepto a la Maruja. A estas alturas conviene decir que el Pato y yo éramos los más jóvenes del grupo, y que ella es la de más edad (94, ahora tiene 98 años). Y, sin embargo, expresó una opinión tan lúcida y abierta de mente que remeció mis supuestos y prejuicios sobre las diferencias y distancias de mentalidades entre generaciones. En lo personal, el libro también me remeció, pero estaba consciente de que estaba escrito precisamente con ese objetivo. En algunos capítulos recuerdo que sentí que el autor estaba jugando con mis fronteras sexuales. Más tarde me enteré de que el Pato fue el que había sugerido el libro.

Han sido muchas las banqueteadas lecturas que hemos compartido, tratando de ser lo más variados y universales posibles: Thomas Mann, Dostoievsky, Agota Kristof, Julio Cortázar, el mismo Paul Preciado, Manuel Rojas, Carlos Droguett, Mircea Cartarescu, Kenzaburo Oé, y un largo etcétera.

Debido a los problemas de visión que la edad le ha traído, la Maru y también la Nora (otra de las contertulias), deben «leer» el libro del mes eschándolo como audiolibro. Si las «prótesis» que son sus cuerpos estuvieran igual de frescas que sus mentes, me pregunto con cuánta más agilidad intractuarían. Pero, ¿es eso deseable, realmente? Una pregunta que abre profundas reflexiones sobre la vida, la impermanencia, la dependencia de nuestros cuerpos, el futuro… Dejo pendiente el preguntárselo.

María de la Fuente, o «Maruja» para los amigos, es una mujer admirable y más que merecedora de ser recordada. Y ella está muy tranquila al respecto: «estoy en statu quo«, dice, dando a entender que está en paz con la vida, aunque siga activa y autovalente en su departamento de Las Condes. Por cierto, a pocas cuadras de la Escuela Militar y la residencia del ex dictador Augusto Pinochet, donde ha vivido desde mucho antes del Golpe Militar de 1973.

Nacida en una familia numerosa -es la mayor de 8 hermanos- en Puerto Montt, de un padre funcionario judicial íntegro y honesto y una madre dueña de casa, María Enriqueta, tímida y lectora voraz, tuvo una infancia feliz en distintos fundos y casas vacacionales de amigos de sus padres, llegando en algunos veranos a ser más de 30 personas. Su libro «La chica de la fuente» está compuesto con anécdotas de esos años.

Se mudó a Santiago para estudiar en la universidad, alojando en casa de unas tías en el centro. En quinto año de Medicina conoció a Edmundo Camus en su grupo de estudios, con quien serían compañeros de vida y activismo social. Se tituló de Médico Cirujano en 1952, y trabajó en la especialidad de Pediatría en Puente Alto, en ese entonces un pueblo en la periferia de Santiago. Dedicó toda su carrera de atención sanitaria a la Salud Pública chilena, destacando también como docente en la Facultad de Medicina de Universidad de Chile.

Una faceta crucial ha sido el activismo político y social de Maruja y Edmundo en el Partido Comunista, él de manera más vocal, y ella tras bambalinas. Quizá por eso salió relativamente indemne después del Golpe. Su marido, jefe de Traumatología del Hospital Barros Luco, estuvo de turno desde el 11 (día del Golpe Militar) al 23 de septiembre de 1973. Allí vio «las cosas más tremendas e inconcebibles a las que pudiera ser sometido un cuerpo humano… llegaban heridos tras heridos, muchos con balas que explotaban dentro». El día 23 se lo llevaron detenido al Estadio Nacional, donde permaneció un mes; perdió 10 kilos por la poca o ninguna comida que le daban. «No se les podía llevar más que cigarrillos y chocolate, sin siquiera verlos. Una no sabe si le llegaban a no las cosas que les traíamos», dice Maruja. «Una señora que estaba al lado mío me dijo que: ¡Esto es peor que la cárcel, porque en la cárcel al menos se les puede ver en persona!»

«Fueron días surrealistas y terribles… de un día para el otro algunos seres humanos pasamos a ser cosas, objetos que no importaban nada. Yo vivía con un temor permanente a ser detenida, y cada ruido era un sobresalto. Soñaba con mezclarme entre la gente. Pasábamos la noche en casas de amigos, con mudas de ropa. Incluso mi hermana, valiente ella, se venía algunas veces a pasar la noche conmigo. Hasta tenía un cuento inventado por si me venían a detener.»

Nunca se fueron al exilio. Tras el fallecimiento de Edmundo en 2013, ha seguido tan activa y autónoma como siempre. «Yo no me aburro con nada. Ahora que veo menos, escucho audiolibros. También cultivo la vida social: si no me llaman, llamo yo. «Ya, ¿van a venir o no van a venir? Por ejemplo, tomamos once con enfermeras compañeras de la Escuela de Medicina.»

Maruja también tiene una faceta de escritora: ha publicado varios libros de relatos autobiográficos, como «Cuentos de tías y sobrinas» (1995), «Visiones de dos mundos» (2004), «La niña de la fuente» (2015), en que narra anécdotas de su niñez y adolescencia y  «Valientes. Chile 1973-1990» (2018) , con narraciones autobiográficas de los años de la dictadura militar.

Además, entre 1981 y 1990 incursionó en el Teatro Familiar de Barrio, compañia de aficionados dirigida por el actor y director Rubén Sotoconil que llevó obras de contenido social en diferentes casas, poblaciones, parroquias y centros comunitarios de Santiago, partiendo al principio por la obra «Regreso al fin», de Víctor Calderón, escrita expresamente para ellos. Después se fueron ampliando a obras de Bertoldt Brecht, Georges Courteline y Héctor Aguilar,  e interpretaciones basadas en poemas de Gabriela Mistral y Pablo Neruda, entre otros. De más está decir que expresaban y alimentaban la conciencia social en unos años marcados por la represión y el miedo.

Arpillera tejida por pobladora asistente a la obra "Regreso al fin", interpretada por el Teatro Familiar de Barrio. Década de 1980.

Arpillera tejida por pobladora asistente a la obra «Regreso al fin», interpretada por el Teatro Familiar de Barrio. Década de 1980.