30 de julio 2024, El Espectador
En el museo de Zaragoza hay una obra de Francisco de Goya titulada “La letra con sangre entra”. Se trata de una escuela del siglo XVIII, en la que un profesor adusto, vestido de negro y con un perro a sus pies, le da latigazos a uno de sus estudiantes, mientras los otros niños lloran y vuelven a vestirse, dándonos a entender que ellos también fueron semi desnudados para recibir su castigo. Gracias, Goya, por haber sido un crítico de la educación punitiva, de la inequidad y la guerra.
Para la UNESCO la violencia escolar puede ser física, psicológica y sexual. Incluye castigos corporales, acoso presencial o virtual, agresiones sexuales, discriminación, burlas y estigmas; y para la OMS, el maltrato es un tema de salud pública.
Hace unas semanas, una joven médica residente de cirugía en la Pontificia Universidad Javeriana decidió quitarse la vida; la asfixió el maltrato, debidamente prohibido en los protocolos universitarios, pero dramáticamente palpable en la realidad.
Muchas mujeres médicas podemos dar cuenta del trato abusivo y discriminatorio que sufrimos en distintos centros educativos de Colombia. “¿No le da pena estar aquí, quitándole el puesto a un hombre, que sí sabe pensar?” me preguntó el profesor de una universidad laica, el primer día de clases en la facultad de medicina. En varias universidades se sabía que era menos difícil pasar algunas materias si se complacía en actividades no propiamente académicas, al profesor respectivo, y que las mujeres éramos consideradas por algunos mal llamados maestros, “serecitos inferiores”. Han pasado 50 años, muchas cosas han cambiado, pero otras no; el maltrato en aulas, pabellones y quirófanos se volvió paisaje, y no se denuncia por miedo a las represalias, a la revictimización o porque ya es parte de un libreto permanentemente reeditado por una perversa relación entre las posiciones dominantes (la “eminencia”, el jefe, el dueño del bisturí y de la libreta de calificaciones) y el eslabón más débil de la cadena (el estudiante).
Y no, no es que la doctora Catalina (así se llamaba y se seguirá llamando porque ni siquiera quienes no la conocimos podremos olvidarla) “no pudo más”. No es que el maltrato sea un tema de percepciones, como se atrevió a decir el decano de medicina de la mencionada universidad. “No es bien visto el maltrato por parte de nosotros”, dijo. ¡No, doctor, no se confunda! No será bien visto ir de tenis a un coctel. Pero el maltrato –y más aún cuando hay relación de superioridad y dependencia– es algo condenable, algo que todos los centros de formación, laicos o religiosos, públicos o privados, deberían combatir de raíz, y –cuando se da– reprocharlo con claridad y contundencia. No basta con decir que no es bien visto…
Quizá la pregunta sea cómo erradicar el error y el horror de confundir exigencia, resistencia y abuso; ¿cómo identificar la línea roja que no puede cruzarse entre la formación del estudiante y la deformación de la autoridad? ¿Qué hacer para no llegar a ese punto de no retorno, en el que la desolación es la que toma las decisiones?
Una y mil veces: La letra con sangre no entra.
Los verdaderos maestros exigen por lo alto, porque no quieren causarle a sus alumnos el daño de la mediocridad; pero lo hacen a partir de la generación de confianza, de la responsabilidad como mandato interior, del amor –no el temor– por el conocimiento. Los verdaderos maestros saben cómo construir criterio y sabiduría a partir de premisas compartidas de libertad y compromiso, de intelecto, firmeza y bondad.
Quien no esté dispuesto a enseñar con el humanismo guiando su labor, debería ser honesto, y cambiar de oficio.
Descansa en paz, Catalina.