La no injerencia en los asuntos internos de los otros estados debe ser uno de los principios internacionales más violados y completamente inútiles. Las guerras que hoy estremecen al mundo se explican en la sostenida injerencia extranjera en los países invadidos y bombardeados que todos los días suman centenares de muertos y heridos, especialmente entre las poblaciones civiles.
Parece legítimo que los países velen por los derechos humanos en todo el mundo y reclamen economías más justas y equitativas. Sin embargo, de allí a intervenir en las otras naciones, para obligarlas a asumir un régimen político determinado, viola siempre la soberanía popular. No hay duda que quienes vulneran este principio son por excelencia las grandes potencias y, muy especialmente, el todavía vigente imperialismo norteamericano. Tanto así que Estados Unidos se destaca por ser el mayor fabricante y vendedor de armas, el principal invasor de países y continentes, así como el país que campea en la historia de la humanidad por el número de muertos ocasionados y ciudades destruidas. Desde aquellas letales bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Sumemos al anterior el horror derivado de su apoyo a dictaduras criminales en Asia, África y América Latina, sin dejar de olvidar el aliento que por tanto años dio a la dictadura de Augusto Pinochet. En este sentido, Venezuela ha estado en la mira de los intereses estadounidenses desde que triunfara la revolución chavista, sin otra razón de peso que no sea el deseo de apoderarse de la producción de su petróleo y acceder a otras de sus grandes riquezas naturales.
Los atropellos a dignidad humana y los crímenes de los regímenes autoritarios son propios, también, de otras potencias y países como Israel, alentados y financiados por la Casa Blanca o ignorados deliberadamente por sus “democráticos” gobernantes. Uno de los cuales hasta recibiera el Premio Nobel de la Paz en momentos que bombardeaba y acribillaba a los líderes que no se sometían a su hegemonía.
Más allá si el Presidente Maduro ganó o fue derrotado en su intento de reelegirse, es claro que Washington y sus países serviles tenían todo preparado para desconocer los resultados e instalar en el gobierno venezolano a un gobernante que le fuera dócil y secuaz. Años atrás tuvimos la oportunidad de conocer el funcionamiento del moderno y confiable sistema de votaciones y escrutinios de Venezuela, tanto así que, ahora, después de dos semanas ni el régimen de Maduro ha podido vulnerar su funcionamiento y entregar las actas electorales solicitadas por la oposición y por quienes la apoyan desde el extranjero. Por todo lo cual sería absurdo decretar ganadores de un proceso tan cuestionado, como es el deseo de la derecha y de varios de los que hoy gobiernan en Chile.
De allí que crezca en el mundo la posición de quienes, dudando del proceso presidencial, no se atrevan a injerir tan groseramente en la determinación de un asunto que le compete a los venezolanos. Dejando que el pueblo se manifieste y las autoridades encuentren una forma de legitimarse o apartarse del poder lo más digna y pacífica posible, si es que esto pudiera lograrse con el acicate que le ponen al conflicto interno los gobiernos e intereses extranjeros de lado a lado.
Reconociendo que lo que sucede en Venezuela es asunto de todos, y particularmente de nuestra Región, estimamos completamente escandalosa la forma en que se han concertado los medios de comunicación internacionales cuya visión para nada resulta ponderada o independiente. Cuando no consignan, siquiera, que las masivas movilizaciones opositoras de Corina Machado y su candidato presidencial, hablan de expresiones populares que en otros países habrían sido pulverizadas desde su inicio.
Pero lo de la política chilena es sobremanera impúdico. Completamente silente el Gobierno de Boric respecto de la existencia de una dictadura en China (nuestro principal socio comercial) y en otras naciones, el Primer Mandatario concentra sus críticas en Maduro, al mismo tiempo que visita y hasta negocia, con los regímenes dictatoriales de los Emiratos Árabes, donde las violaciones a los Derechos Humanos han campeado en los últimos años.
Para colmo, y en una desmedida autoestima, intenta ganar credibilidad internacional al descalificar de buenas a primeras los resultados electorales como intentando ganar consideración como un actor válido para mediar en la crisis venezolana. Asumiendo aires de grandeza que no se compadecen con el peso real de nuestro país en el mundo.
Debido a los mensuales escrutinios de las encuestas que le otorgan menos de un treinta por ciento de respaldo y credibilidad ciudadana, se explica un Presidente Boric compelido a ganar prestigio fuera de su país. En un intento que hasta aquí, le ha ido más mal que bien, a juzgar como los mandatarios de Brasil, Colombia y México lo excluyeran, por ejemplo, de sus acciones conjuntas en pos de la verdad y la paz en Venezuela. Cuyas expresiones e iniciativas muy probablemente cuentan con la conformidad estadounidense.
Lo peor es que, a propósito de todo esto, las relaciones internas del oficialismo chileno se han deteriorado enormemente producto de la enconada guerrilla verbal entre comunistas, socialistas y otros dirigentes de los partidos gobernantes. Tensionados, no por diferencias respecto de los temas políticos internos, sino por la situación venezolana.
Ingrata resulta, también, la coincidencia alcanzada entre los que cuestionan a Maduro desde La Moneda y la oposición derechista que aboga por desconocer los resultados electorales venezolanos. A lo que agregan, además, la exigencia de que el gobierno chileno proclame como ganador a Edmundo González Urrutia. Rabiosas expresiones de parlamentarios y partidos políticos chilenos, incluida la de militantes frenteamplistas de izquierda y esa cantidad de referentes menores que buscan, bajo cualquier pretexto, ser identificados por el electorado chileno que concurrirá a elegir a gobernadores, alcaldes, concejales en octubre próximo.
Vociferantes actores que al interior de sus hogares todavía se venera a Pinochet y, en privado, justifican todos sus crímenes, abogando en los Tribunales en favor de los genocidas de la dictadura chilena. Manos todavía ensangrentadas que levantan ahora sus puños contra Maduro e instan a nuestro Gobierno a que dé pasos en falso respecto de una situación que debiera mantener prudente distancia y consecuencia ideológica. Sin asumir francamente que son los intereses comerciales de Chile los que lo obligan a discriminar en sus públicas censuras. Agregada la presión ejercida interna y desde el exterior a nuestro Presidente, como a otros mandatarios complacientes con los grandes actores y organismos internacionales que están bajo la egida del régimen norteamericano. Como lo es, muy especialmente, la propia OEA.
No podemos olvidar en todo lo que hoy sucede que, en el plebiscito de 1988, convocado por la dictadura pinochetista, estuvimos a punto, con la complicidad pasiva de sus partidarios, que se consumara un gran fraude electoral. Intento que se abortó por el temprano reconocimiento del triunfo del NO que hiciera el general en jefe de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei. Poniéndole una efectiva zancadilla al propósito de Pinochet de mantenerse en el poder.
Aunque realmente lo más vergonzoso sea la uniformidad y la tan alta cobertura dada por los grandes medios de comunicación y políticos chilenos a los asuntos internos venezolanos. Una atención completamente desmedida si se consideran los temas de real gravitación de nuestro país, como la postergación crónica de la Reforma Previsional, la horrible y explosiva situación de los millones de chilenos que viven hacinados y miserablemente en campamento. O la vergüenza de que cientos de miles de hogares no recobren por más de una semana la energía suspendida por el último temporal. Lo que ha derivado en un nuevo drama social de enormes proporciones y riesgos que ha llevado al Gobierno a sacar militares a las calles de la Capital para resolver la inoperancia de las empresas eléctricas comprometidas. Lo que se suman a los uniformados instalados en la cotidianeidad de la Araucanía y del norte del país.
Entre paréntesis, ciertamente necesitaríamos, no de un gobierno autoritario, sino bien plantado democráticamente, a fin de ejecutar, por ejemplo, la intervención y estatización de las irresponsables compañías distribuidoras de electricidad. Un tema que tanto los ministerios e instancias legislativas debieran instalar como prioridad en sus agendas y expresiones públicas. Pero aquí no es la soberanía popular la que vale, sino la de las grandes empresas nacionales y extranjeras que tienen como verdaderas marionetas a los miembros de nuestra clase política.