Es lamentable constatar cómo en las relaciones internacionales continúa teniendo vigencia la antigua Ley del Talión, instaurada desde tiempos babilónicos y adoptada con algunas modificaciones en el Derecho Romano. Apenas maquillado, el impulso de venganza sigue vivo en la idea que ante un agravio, ofensa o daño causado, es justo tomar represalias.

Un grave hecho reciente en este sentido ha sido el criminal bombardeo israelí en la franja de Gaza, asesinando a más de cuarenta mil palestinos, entre ellos, un gran número de niños y niñas, luego de la agresión perpetrada el 7 de octubre de 2023 por la organización política y paramilitar de orientación yihadista Hamás (acrónimo de Movimiento de Resistencia Islámica) contra ciudadanos israelíes. Episodios que se enhebran en una larga saga de violencias que involucra a varios otros actores corresponsables.

El destrozo casi total de la infraestructura que permitía a unos dos millones de pobladores subsistir bajo duras condiciones de apartheid, no puede ser catalogado como “autodefensa”, sino como una política de “tierra arrasada”, cuyo objetivo es sin duda la expulsión definitiva de ese territorio de la población árabe. Es decir, una medida de limpieza étnica, similar a la “Nakba” de 1948, en la que cientos de miles de palestinos fueron obligados a emigrar luego del inicio de la primera guerra árabe-israelí.

La fundación del Estado de Israel, en adelante altamente militarizado, se produce casi en concomitancia con el surgimiento de los distintos Estados árabes en el marco de la descolonización regional, al menos en su carácter formal.[1] Los palestinos no tuvieron la misma oportunidad, a pesar del mandato de partición declarado por Naciones Unidas.

Desde entonces, el funesto círculo de terrorismo paramilitar y de Estado, en nada diferente a lo ocurrido en otras geografías, no ha podido ser superado por los diversos acuerdos e iniciativas de paz. En el mismo tenor vengativo, se siguen naturalizando las incursiones bélicas y el asesinato selectivo de líderes, preanunciándose, una y otra vez, respuestas retaliatorias.

Precisamente, el vocablo “retaliación” tiene la misma raíz semántica “tal” o “tallo” que Talión, equiparando la continuidad del ciclo inacabable de violencia a una suerte de “justicia” imaginaria, la que a juzgar por sus efectos devastadores, constituye tan solo una brutal injusticia.

Es de notarse que la instalación de este tipo de respuestas en el ámbito del Derecho Internacional conduce al armamentismo, la militarización creciente y la afirmación de una estrategia de supuesta “disuasión”, que amenaza al también supuesto “enemigo” con infligirle aun mayores castigos por acciones consideradas ofensivas. Incluyendo por supuesto la irracional hipótesis de extinción mutua (y de otros) con el uso de detonaciones nucleares, hoy infinitamente más destructivas que las bombas arrojadas por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki.

Demasiados genocidios

Algunos genocidios son efectivamente más conocidos que otros. En ello tiene mucho que ver la difusión de la industria cinematográfica y de las plataformas digitales, cuyos intereses y conexiones coinciden con macroestrategias geopolíticas.

Es obvio que nada de esto puede llevar a relativizar o minimizar el doloroso impacto de cada una de esas monstruosas iniquidades. No es el número de víctimas, ni la sistematicidad o intencionalidad en su realización lo que define a un genocidio, sino su crueldad y radical falta de humanidad.  Todos ellos constituyen crímenes y merecen el más absoluto repudio.

Y así como hay distintas formas de violencia, hay también distintos tipos de genocidio. ¿O es que condenar al hambre, a la desnutrición o a la pobreza a millones de seres humanos, no debe ser considerado un genocidio? ¿Acaso la cotidiana violencia contra las mujeres no lo es? ¿O no son signos evidentes de inminentes genocidios la discriminación, la exclusión social, el racismo, la estigmatización y el discurso de odio, hoy ampliamente propagadas por la falta total de cordura y empatía de grupos y gobiernos fascistas? Lo más grave, más allá de toda tipificación, es la actualidad de estas conductas, que dejan entrever una actitud propia de genocidas.

En el transcurso de la segunda guerra mundial (o “gran guerra”, según la historiología soviética), que segó entre 50 y 70 millones de vidas, once millones de personas no beligerantes fueron asesinadas en lo que los jerarcas nazis denominaron “solución final”. En un gigantesco holocausto fueron ejecutados, en poco menos de cuatro años, seis millones de judíos, pero también gitanos, homosexuales, discapacitados físicos y mentales, disidentes políticos y prisioneros de guerra soviéticos. Se estima que dos tercios de los judíos residentes en Europa antes de la guerra fueron víctimas del asesinato masivo.

Genocida fue también la dominación del Congo por el rey belga Leopoldo II, quien en una tardía ensoñación imperialista condujo a la muerte a millones de congoleños esclavizados para obtener réditos de la explotación de los recursos naturales, en especial, el caucho. Genocidio que se prolongó con la formalización del Estado colonial belga, pero que incluso hasta hoy, luego de la independencia, la guerra civil, el secesionismo y el régimen criminal de Mobutu Sese Seko, continúa segando vidas humanas con el mismo propósito de apropiación trasnacional de lo ajeno.

Un propósito idéntico al que desarrolló en la India el imperio británico que, según estimaciones de un artículo de Jason Hickel y Dylan Sullivan, mató a 165 millones de indios en 40 años, entre 1880 y 1920.[2] Siempre bajo la justificación de “llevar civilización y progreso” a las poblaciones locales.

En nada diferente fue lo acontecido durante la conquista colonial española y portuguesa en América, bajo el signo de la evangelización cristiana, en la que perecieron decenas de millones de indígenas y africanos esclavizados. O el dominio colonial holandés, que entre otros desastres, creó el monstruoso apartheid en tierras sudafricanas. O el del imperio francés, que infligió incalculables sufrimientos a africanos, asiáticos y caribeños, negando hasta hoy la autodeterminación de los pueblos en sus territorios controlados en Oceanía.

Sufrimientos similares a los que infligieron los jóvenes militares turcos al pueblo armenio, en el estertor del imperio Otomano entre 1915 y 1923. La persecución y expulsión de sus tierras, resultó en más de 2 millones de víctimas y un enorme exilio.

Las guerras imperialistas en Indochina, Corea y Vietnam, en el afán de Occidente de perpetuar  su dominio colonial, junto al exterminio programado de las corrientes de izquierda y los campesinos sublevados en América Latina en el marco de la insurgencia popular de los años 60’ y 70’ son otros terribles ejemplos de genocidio.

Sin pretender una exégesis que resultaría difícil y dolorosa, no podemos dejar de mencionar lo acaecido en Rwanda en 1994, donde fueron asesinadas cerca de un millón de personas, por el solo hecho de pertenecer a la etnia tutsi.

Sin embargo, ninguno de estos hechos horrorosos justifica que el grupo humano afectado intente culpabilizar hoy a otros y reparar sus heridas mediante la venganza. Es más, lejos de lograr reparación alguna, lo único que se alcanza con ello es aumentar el resentimiento y complicar cualquier posible solución.

Las raíces económicas y religioso-culturales de los genocidios

Más allá de toda justificación ideológica, el motor político y geopolítico primario de todo genocidio ha sido siempre similar: el enfermizo afán de apropiación  de lo ajeno. Fuera de afirmaciones románticas, debe puntualizarse que esto no fue impulsado solamente por los grandes imperios, las potencias coloniales monárquicas y republicanas o el neocolonialismo posterior de las multinacionales y la banca depredadora, sino que lamentablemente contó con la participación popular de muchos oprimidos que equivocadamente vieron llegada su revancha.

Menos evidente, sin embargo, es que detrás de las apetencias que motivan genocidios hay un sustrato de creencias. Estas creencias han sido asentadas culturalmente por las diversas religiones (o por cierta interpretación manipulada de las mismas), por lo que debe ahondarse en su comprensión para intentar erradicar o, al menos, quitarle base de sustentación a esas acciones.

En la fe y la cultura judía, por ejemplo, se encuentra la noción de “pueblo elegido por Dios”. Esta visión, reforzada ritual- e históricamente, ha llevado a que el pueblo judío se sienta especial, conduciendo a una diferenciación permanente. Esta presión cultural de descollar, sin duda, ha impulsado el surgimiento de figuras destacadas de su seno en diversos campos, pero también ha producido una tendencia al auto-aislamiento y a dificultades (incluso la condena de la comunidad) de relacionarse en términos paritarios con otros grupos humanos. Llevado a los extremos, la creencia en esa supuesta elección divina ha generado un sentir supremacista, que ha influido poderosamente en otros credos como el cristiano, trasladándose hasta hoy a la esfera social y política de manera determinante.

En el caso del Islam, el precepto compartido con las demás religiones abrahámicas sobre un Dios único, – principio que históricamente fue consistente con la unificación de un modo de vida tribal politeísta -, dio paso, en interpretaciones excluyentes, a la idea del “único dios”, fortaleciendo  la propia identidad, una vez más, a través de la diferencia.

Los impulsos supremacistas se encuentran también presentes en las antiguas religiones avésticas y védicas con las que los pueblos indoarios influyeron ampliamente a través de su expansión geográfica. De hecho, “ario” – un término repudiado por su nefasta utilización en el transcurso del genocidio nazi – tiene la acepción de “noble” en sánscrito, utilizándose incluso hasta la actualidad en el zoroastrismo, el budismo, el jainismo y el hinduismo, como una cualidad espiritual distintiva.

Claro está que en todas las creencias mencionadas y sus múltiples variantes, así como en otras, existen principios que en su momento connotaron avances morales hacia el entendimiento y la compasión y que sin duda llevaron también a progresos en la comprensión y tolerancia mutuas. Pero es preciso destacar aquellos elementos que hasta hoy dividen, separan y disgregan, sobre todo en tiempos donde la diferencia y el individualismo o el identitarismo gregario parecen prevalecer sobre la idea y el sentir de comunidad.

La idea de comunidad

Es justamente la idea y el sentir de comunidad, una práctica tan antigua como la Humanidad misma, la que constituye la salida del atolladero. No son necesarias elucubraciones complejas para entender que la convivencia en el marco de una comunidad requirió siempre un conjunto de principios comúnmente aceptado para sobrevivir en condiciones muy adversas para la vida.

El sostenimiento de este “marco armónico”, al crecer, diversificarse y complejizarse la población humana, se revistió de distintas fórmulas, adaptando y reemplazando en cada ciclo los elementos menos aptos para la evolución de la especie. Y es justamente la decadencia en la vigencia del esquema anterior, la que configura la crisis actual.

Visualizando ese largo proceso histórico, toca identificar a la violencia en sus distintas formas, física, económica, étnica, de género, psicológica o moral, como la actitud personal y social que impide hoy el avance de la vida en un marco armónico de comunidad.

De este modo, la necesidad de reformular la idea, el sentir y la práctica de comunidad desde la convergencia de la diversidad y no desde la antigua imposición de mandatos y conductas, es la que abre nuevas posibilidades.

Claro está que ese nuevo marco armónico requiere un valiente ímpetu de reparación de situaciones provocadas por antiguas y aun arraigadas violencias y de reconciliación interna, personal, colectiva y cultural, dejando atrás miradas supremacistas.

Es por ello que la No Violencia, en clave de no apropiación de la intencionalidad y el futuro de los demás, será el principio humanista rector para reconducir a las sociedades por la ruta de la evolución.

Si es que individuos y pueblos deciden acometer el simultáneo desafío de desactivar la violencia en su mundo interno y en sus relaciones, no triunfará el abismo de la destrucción, sino que, como ya fue enunciado, la No Violencia será la poderosa fuerza que transforme el mundo y nos transporte a una nueva fase de comunidad: la Nación Humana Universal.

 

[1] Líbano logró su independencia como Estado en 1943, Siria en 1946, igual que Jordania e Irak, mientras que Egipto lo haría recién efectivamente en 1953, luego de la revolución nacionalista liderada por Gamal Abdel Nasser.

[2] Hickel, J. and Sullivan, D. “Capitalismo y pobreza extrema: un análisis global de los salarios reales, la estatura humana y la mortalidad desde el largo siglo XVI”, Revista World Development.