Fausto Huala: una crónica sobre el hermano mapuche que campeó el territorio como un antiguo guerrero.
El 1 de agosto de 2024 fue un día desconcertante. Mientras un amigo de mí hermano sacaba las medidas para colocar un horno industrial –que me va a servir de sustento, para seguir escribiendo esto que escribo, sin tener la angustia de pensar que un día me van a cortar la luz o internet– una serie de mensajes comenzaron a llegar a mí celular. Primero, Gioia (periodista de la revista Citrica) me envió un video donde se podía ver y escuchar a Isabel Huala, con la breve, aunque sugestiva frase: “Muy triste”. ¡Algo grave había pasado! Escuche cinco segundos y lo saque. Sabía que era una mala noticia, pero no me imaginé que era Fausto el que había tomado una decisión determinante. Cada vez que pasa algo dentro del mundo mapuche, mucha gente se acuerda de mí: amigos, familiares, conocidos, conocidos de amigos. Es un lugar que me he ganado a fuerza de coberturas, notas, retratos y entrevistas. Porque para ser mapuche no alcanza con el título, también hay que hacer cosas para ocupar ese lugar. Como las hizo Fausto, por supuesto, siendo mucho más joven que yo, dejando un legado más extenso y prolífico que yo. Lo digo orgulloso porque es parte de la retribución que debemos hacer hacía la autoestima quebrada que tenemos como pueblo. En segundo lugar, me llamó un familiar de Luciana Muñoz para pedirme que baje una nota que escribí sobre su desaparición porque no les había gustado el título que use, destinado a los periodistas (jotes) de los medios masivos de la región. Por último, en tercer lugar, mi otro hermano, me advirtió que se acababa de separar y que estaba con el flete sacando los muebles de la casa. Todo esto, teniendo como contexto general la imagen del brujo (Santiago Maldonado) en todos lados, en todas las redes sociales, al cumplirse siete años de su desaparición y asesinato. ¡Estaba aturdido! Eran las cinco de la tarde y estaba realmente aturdido.
Era evidente que una fuerza superior, imponente y decisiva estaba actuando, más allá de nuestra propia y nimia voluntad.
Más tarde, pasadas las 22: 24 hs del mismo día, me di cuenta que no tenía con quién hablar de la tristeza que me estaba provocando la muerte de Fausto. Me refiero a una persona que no lo juzgue y pueda entender lo que significa la muerte forzada de un joven mapuche en un país extremadamente racista como Argentina.
Quizás lo que andaba buscando era el consejo de un padre, un abuelo. No podía ver con nitidez que el consejo estaba escrito en la acción de Fausto.
Su muerte expresa un hecho social, global. Trasciende las fronteras de su propia corporalidad.
Así fui hilvanando, de a poco, consignas, definiciones, interrogantes. Yendo al tranco lento. Elaborando el duelo, que no es sólo por Fausto, sino por todos los hermanos mapuche que hemos tenido que sepultar en estos últimos siete años.
El Tato Huala tenía razones para tomar la decisión que tomó, pero también tenía razones para quedarse. ¿Qué fue lo que lo hizo tomar una decisión en vez de otra? Seguramente fueron un conjunto de hechos y situaciones. ¿Dolor? ¿Imposibilidades? ¿Miedos? ¿Culpa? Charles Bukowski decía que a veces sólo bastaba con que, dentro del enjambre de trivialidad que representa la vida, un cordón se desate, en un momento inoportuno, para que todo estalle sin control.
¿Cuáles fueron las últimas cosas en las que pensó Fausto antes de tomar la decisión que tomó? ¿En Facundo? ¡Seguro! ¿En su mamá? ¿En sus tres hijos? ¿En su compañera? ¿En el weichan iniciado, pero inconcluso? ¿En el día que bajó a Rafael Nahuel del cerro? ¿En Lautaro? ¿En el wenuy Santiago? ¿En los caballos que montó? ¿En los goles que realizó?
La muerte de Fausto nos expuso como pueblo. Y expuso el racismo de la Argentina, en particular el que profesan orgullosas la ciudad de Bariloche y la provincia de Río Negro.
Con Fausto habíamos estado hablando hace un par de días sobre Facundo. Fausto fue el primero en leer la nota sobre la situación de salud de su hermano y la huelga seca que está realizando (véase “El cuerpo de Facundo es una guerra“). “Muy buena peñi”, me respondió. Él fue el que me aconsejó y me dio una serie de datos específicos. Lo escuché fuerte, lúcido y elocuente. “La represión, la muerte y la cárcel. Esa es la forma que eligen para disciplinarnos”. Fue otra de las frases que pronunció en ese intercambio, que volví a escuchar en estos días, una y otra vez.
Son muchos los temas que tocamos con Fausto: la declaración que realizó por el asesinato de Rafael Nahuel, su historia con los caballos, las recuperaciones territoriales en las que participó.
Fausto tenía, dentro de todo, una vida ordenada. Siempre hablamos por la noche, porque era cuando volvía del trabajo o de jugar a la pelota. Siempre se escuchaba, mientras hablábamos, el sonido de una canilla abierta y los platos que crujían entre sí. Fausto tenía tres hijos, vivía con su compañera. Se dedicaba al oficio de gasista. Tenía un auto viejo que lo llevaba y lo traía. Y que cada tanto se rompía. Le gustaba andar a caballo. Era un excelente jinete. Ser jockey fue uno de sus sueños, en algún momento, cuando vivió en Buenos Aires.
Fausto era un pibe. Y no lo digo simplemente porque yo lo doblaba en edad, sino porque su apariencia lo demostraba –y se puede constatar en los retratos que le realice luego de declarar, en la ciudad de Fiske Menuko, durante el juicio desarrollado por el asesinato de Rafael Nahuel.
Los medios de comunicación de la Argentina atentaron ética y moralmente la integridad y autoestima de la familia Huala apelando a discursos estigmatizantes y racistas. Fueron golpes bajos, innecesarios y desleales. Fueron sádicos. Y profundamente dañinos. Un comportamiento que parte de la población replicó –y lo sigue haciendo en la actualidad–, a través de las redes sociales, en los comentarios, debajo de cada noticia que anuncia la muerte de Fausto. Ese comportamiento no es menor y forma parte del hostigamiento que padeció Fausto y que seguramente estuvo presente, como hito decisivo, en la determinación que ejecutó.
¡Al racismo estructural hay que leerlo bien! No solo cuando lo pronuncia un jugador de fútbol de selección. ¡El racismo estructural es un arma cargada con munición letal!
Hay que dejar de idealizar al mapuche y la idea de que se le pueden hacer de todo, porque “como son indios se la bancan y pueden pararlas todas de pecho”.
Quizás Fausto nunca hubiera podido soportar la muerte de su hermano, Facundo. Quizás la sola idea lo atormentaba. Fausto admiraba a su hermano. Y aunque sabemos que, dentro del mundo mapuche, la muerte es parte de un proceso más de la vida, en donde volveremos simplemente al lugar de donde venimos, hay un poco de injusticia en la misma. ¡A Facundo Huala lo están dejando morir! Y Fausto lo sabía y sufría por eso. Por otro lado, no podemos omitir la transculturalidad católica y dramática que nos inculcó la urbanidad occidental y blanca sobre la muerte.
La muerte es un suspiro cálido que se acuna en la calma tensa de la noche.
Las abuelas sabias siempre aconsejan no andar de noche, porque de noche se mueven otras fuerzas, mal consejeras, errantes y malignas. De noche se alimentan los kalku de nuestro püllü.
La misma noche en que la muerte le rondaba a Fausto, por razones que desconozco, tuve la imperiosa necesidad de escuchar a Erik Satie, un compositor francés de entreguerras. Compuso sus mayores obras durante el inicio de la primera guerra mundial y falleció antes que estallara la segunda.
Erick Satie fue un incomprendido de su época, vivió incómodo, mantuvo una vida contestataria y marginal, una vida que contrastaba con la música que elaboró. Sin duda, convivió en él una batalla, las huellas bélicas de su época.
Fausto convivió con una guerra en su cuerpo también, habitó constantemente un escenario bélico en su psiquis y espíritu. Y no hablo de contradicciones, sino de un enfrentamiento abierto y declarado.
“El que tenga miedo de morir que no nazca! ¡Corta!”, fue el último mensaje que subió a su estado de WhatsApp, antes de transformar su vida en abrazo y resistencia; consejo y sabiduría. Eran las 22: 24 hs del miércoles 31 de julio cuando lo publicó.
El mensaje fue claro y contundente. Y es, en gran medida, el que envía Facundo y todo peñi o lamgen que decida tomar el camino del weichan, de la confrontación. Se sabe y se asume, y lo han demostrado, que este es un camino de exilio, clandestinidad, cárcel y muerte. Ese es el precio que se debe abonar, en este país, para sembrar la semilla de la lucha mapuche en la juventud hambreada de las barriadas.
Fausto reivindicó, cada vez que le tocó hablar, las acciones del Movimiento Autónomo Mapuche del Puel Mapu (MAP) y la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). Contradiciendo a aquellos hermanos y hermanas mapuche que se empeñan en negarlas, preocupados por empatizar con el blanco y no con su gente, argumentando que la estrategia sofisticada es andar bien con el opresor, caerle bien, hablar su propio idioma, ser buen perro. Pero Fausto siempre lo supo: el Estado siempre se las ingenia para cagarte, una y otra vez, por el simple hecho de que no contempla al pueblo mapuche como un igual: eso es el racismo estructural.
Fausto era una persona valiosa, que se esforzaba en serlo, para no darle la excusa a nadie, ni dejarse primerear por nadie. Fausto era una persona valiosa que convivió con sus virtudes y falencias, con sus contradicciones y goles de media cancha. Como un viejo sabio, con su muerte intenta advertirnos, aconsejarnos, instruirnos.
Hay que hacer algo, una labor, un oficio, una profesión, un proyecto colectivo que nos permita ser mejores a nosotros mismos y al resto que nos acompaña (o no), ese es el destino de cualquier persona, en cualquier territorio. Ese es el camino de todo weichafe: servir a su pueblo. Fausto Huala sabía de ese sendero, le dedicó cuerpo y espíritu. Mientras el verdugo le prometió encierro, tortura y bala, él siguió al tranco lento de un potrillo, renegando con su auto viejo que cada tanto se quedaba entre la nieve, tirando lujos en los potreros y agite en los kamarucos.
La búsqueda, recuperación y/o restitución de una identidad mapuche no puede convertirse en un proceso lejano, y es todo lo que Fausto, y muchas personas que andamos campeando con las alpargatas rotas por la austeridad de las ciudades, aspiramos. Fausto invitaba a sus amigos y a los pibes del barrio a asistir a las ceremonias mapuche. Quería que, sin obligarlos a nada, sean parte, que vuelvan a convivir con la historia de sus antepasados, que reconozcan el mundo donde él se movía, que era propio de sus identidades también. Ese era Fausto Huala.
Con el galope de un chachay, el gülam de un guerrero.
Una bandera azul, el sonido de cuatro afafan y un ñorkin te despiden y abrazan hermano.
Que tu espíritu viaje con tu consejo a todos los territorios.