23 de julio 2024, El Espectador
En las coordenadas 44° latitud Norte y 9º longitud Este –región de Liguria– se cruzan el cielo, el mar y bocanadas de oxígeno para el alma. Ahí vive Rapallo, una «piccola città» del norte de Italia a orillas del Tigullio, uno de los mares más bellos del Mediterráneo.
Rapallo está custodiado por un castillo muy antiguo. Dicen que la pequeña fortaleza fue construida para defenderse de los bizantinos, pero siento que en realidad la hicieron para albergar historias de pescadores, de barcas de madera, de árboles y buganvilles, y ser testigo de lo que hablan las criaturas del fondo del mar. Rapallenses y viajeros aman este lugar lleno de magia, se beben sorbo a sorbo el verano y celebran a principios de julio las fiestas de la Virgen de Montallegro. Niños de cero a cien años recorren desde muy temprano –y hasta que la luna lo decida– el Lungomare (Paseo del Mar) Vittorio Venetto. La gente es profundamente cálida, generosa con el vino y con los gestos, con los abrazos y las emociones bonitas. La ciudad respira felicidad en las abuelas que juegan cartas a la orilla del mar y en los jóvenes que cantan baladas de los 70; en los niños que ríen y corren libres y a su antojo, porque en ese tesoro sobre el Tigullio, no hay nada que temer.
Cada puesto de frutas es una sonrisa y cada aperitivo un ritual; se brinda por la familia, por el placer de encontrarse y por el derecho a la felicidad. Rapallo parece una ciudad dedicada a compartir a manos abiertas, un sencillo y descomplicado goce de vivir.
El mar (según la hora y los vientos, verde esmeralda, azul aguamarina o azul intenso) irradia luz y reconciliación con uno mismo y con el mundo, y el aire huele a esencia de gratitud ilimitada.
El centro histórico es uno de esos lugares de los que uno no quisiera irse jamás: Calles angostas que llevan cientos de años siendo testigos de quién sabe cuántos romances y euforias… Cada rincón parece capaz de abrazarnos y uno se pierde (es decir, se encuentra) en cada uno de los cafecitos, en los mercados ambulantes y en las tiendas de verano; en las esquinas que invitan a descubrir los sabores de la campiña italiana, y a enamorarse de las ventanas y las fachadas de esta «picolla città». Suenan las campanas de las iglesias, suenan los calamares frescos y el karoeke en las pizzerías. Suena el mar azul –intensamente azul– y suenan los pescadores con su piel curtida por un sol que amanece todos los días entre sus redes.
Rapallo es una de las formas más lindas de comprender que el mundo puede salvarse hasta de sí mismo, y que la belleza no tiene nada que ver con el lujo sino con la espontaneidad.
Algo más que quiero compartir en el Pazaporte de hoy: 400 kilómetros al sur de Rapallo, en el aeropuerto de Fiumicino Leonardo Da Vinci, está la escultura “Máster of mistakes”, de Daniele Sigalot. Es una enorme esfera blanca que simboliza la importancia de los errores, y la curva de aprendizaje que vamos construyendo cada vez que nos equivocamos. Está hecha de cientos, miles de figuras de aluminio que representan hojas de papel arrugadas, de esas que tiramos a la basura con enojo o frustración; las del mapa borroso y la ecuación equivocada, las de los dibujos que no pasan el casting de nuestra exigencia. Con esta escultura, Sigalot nos platea una reflexión: Equivocarse no significa haber fracasado; debemos ser mejores no a pesar de los errores, sino a partir de ellos.
A 8600 kilómetros de Colombia, justo cuando estaba terminando esta columna, me entero del atentado contra Gabriel Angel, firmante de paz, columnista y director del Centro de Pensamiento y Diálogo Político. El artefacto que arrojaron bajo su camioneta no explotó y él está ileso. Pero ¡por Dios! ¿Hasta cuándo, hasta cuántos muertos más va a durar la estúpida manía de declararle la guerra a la paz?