Por Gilberto Lopes

“La expansión de la OTAN sería un error fatal”, decía el contralmirante de la marina de los Estados Unidos, Eugene James Carroll Jr., en un artículo publicado en el Los Angeles Times, el 7 de julio de 1997.

Convertido en un defensor del desarme nuclear después de su retiro, el contralmirante intervino en el debate sobre la ampliación de la OTAN hacia el este, que la entonces Secretaria de Estado de la administración Clinton (1993-2001), Madeleine Albright, defendía con entusiasmo.

Mi visión de una nueva y mejor OTAN puede resumirse en una frase, diría la Secretaria: “queremos una Alianza reforzada por nuevos miembros; capaz de defenderse colectivamente; comprometida a hacer frente a una amplia gama de amenazas contra nuestros intereses y valores compartidos”.

“Sé que hay quienes sugieren que hablar de intereses comunes euroatlánticos, más allá de la defensa colectiva, desvirtúa, de alguna forma, la intención original del Tratado del Atlántico Norte. Ya lo he dicho antes y lo repetiré: ¡Eso son tonterías!”.

Nacida en Praga, Albright falleció en marzo del 2022, habiendo publicado varios libros. En uno, sobre el fascismo –Fascism, a warning-, publicado en 2018, vuelve a poner en evidencia ese gusto por el resumen, la capacidad de definir sus objetivos en una frase.

Para mí –diría Albright en su libro–, “un fascista es alguien que se identifica plenamente con toda la nación o con un grupo en cuyo nombre dice hablar. Es desconsiderado con los derechos de los demás y capaz de usar todos los medios necesarios, incluyendo la violencia, para lograr sus objetivos”.

Más adelante, en el mismo libro, se refiere a los objetivos de la política exterior, cuya cartera le tocó dirigir entre 1997-2001, durante la administración Clinton. “Les digo a mis estudiantes que el objetivo fundamental de la política exterior es muy sencillo: convencer a los demás países a hacer lo que queremos que hagan. Para eso tenemos diversos instrumentos a nuestra disposición, desde una demanda educada hasta enviar a los marines”.

Entusiasmada con la perspectiva de incorporar a la OTAN a los tres primeros países de Europa del este –la República Checa, Hungría y Polonia– Albright se referiría, en un discurso pronunciado en Bruselas el 8 de diciembre de 1998, a la importancia de que esos nuevos miembros se unieran a la discusión, que entonces se disponían a realizar, sobre “las iniciativas esenciales para preparar a la Alianza para el siglo XXI”. Era la primera ampliación de la OTAN hacia el este, después de la Guerra Fría. En 2004 se incorporarían otros seis países más.

Aunque las estimaciones varían, el Pentágono calculaba entonces que la ampliación de la OTAN podría costar de 27 a 35 mil millones de dólares en los siguientes diez años, de los cuales Washington debía asumir unos 200 millones anuales. Una cifra ridícula (aun actualizando ese monto al valor del dólar de hoy) si comparada con los más de 175 mil millones ya asignados a Ucrania desde 2022. Sin contar con valores similares otorgados por los países europeos que, sumados, superan ampliamente los 223,7 mil millones de dólares que se destinaron el año pasado a la Asistencia Oficial al Desarrollo.

No era una amenaza

Para Clinton y su Secretaria de Estado la expansión de la OTAN hacia el este no representaba una amenaza para Rusia.

Era la víspera de la cumbre de Washington, de abril de 1999, en la que la organización celebraría sus 50 años, en medio de la operación militar en Kosovo (una polémica operación realizada sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas), y donde discutiría su nuevo concepto estratégico y la adopción del plan de membresía para los nuevos socios, antiguos aliados de la Unión Soviética y miembros del Pacto de Varsovia.

En Rusia, Boris Yeltsin concluía su período al frente del gobierno (que había empezado en 1991), luego de una caótica reforma política y económica, una privatización de empresas públicas que despertó los apetitos de Occidente, interesado en los enormes recursos del país. El 31 de diciembre de 1999 entregó el poder al primer ministro Vladimir Putin, que asumió la presidencia de forma interina antes de ser elegido para el cargo, tres meses después. En su década de gobierno, el PIB ruso se redujo casi a la mitad.

La OTAN tenía todavía esperanza de que pudieran convencer a Rusia “a hacer lo que queremos que hagan”. Albright habló largamente sobre las implicaciones de las propuestas de ampliación de la OTAN en Rusia (su intervención puede ser vista aquí: https://1997-2001.state.gov/statements/970423.html).

En su testimonio ante el Comité de los Servicios Armados del Senado, el 23 de abril de 1997, les recordó a los senadores que ella era una diplomática y que “el mejor amigo de una diplomática es una fuerza militar efectiva y una creíble posibilidad de utilizarla”.

Déjenme explicar el objetivo fundamental de nuestra política, diría a los senadores: “es construir, por la primera vez, una comunidad transatlántica pacífica, democrática y no dividida”. Lo que, en su opinión, les daría mayor seguridad de que no serían llamados, otra vez, a pelear en suelo europeo.

Ya entonces enfatizaba la importancia de fortalecer la cooperación con Ucrania, de promover una reforma militar en ese país y mejorar la interoperabilidad con la OTAN.

“La OTAN es el ancla de nuestro compromiso con Europa”. “Es prometiendo pelear, si fuera necesario, que haremos menos necesario pelear”. Un argumento que no toma en cuenta que, en estos días, esa pelea sería con armas nucleares (pensaban entonces que podían ganarla). No tomó en cuenta tampoco, como veremos, las muchas advertencias de que los resultados de esa ampliación podrían ser contrarios a los que Albright prometía.

Insistió en que no se debía evitar esas medidas solo por la oposición rusa. “Los peores elementos de Rusia podían sentirse fortalecidos, convencidos de que Europa podía ser dividida en nuevas esferas de influencia y que esa confrontación con Occidente valía la pena”. Desde su punto de vista, no podían esperar que Rusia se definiera a favor de la democracia y de los mercados para construir “una Europa unida y libre”. Ni pretendía hacer que Rusia aceptara la ampliación de la OTAN hacía el este.

Un error de proporciones históricas

Albrigth habló en el senado el 23 de abril de 1997. Dos meses después, le 26 de junio, un grupo de 50 destacados políticos y académicos norteamericanos manifestó un punto de vista distinto, en una carta abierta al presidente Bill Clinton.

El contralmirante Carroll Jr recordó, en su artículo, lo que dijo el General Dwight D. Eisenhower, primer Comandante Supremo Aliado de la OTAN, poco después de asumir el cargo, en febrero de 1951: «si dentro de diez años no han regresado a Estados Unidos todas las tropas norteamericanas estacionadas en Europa con fines de defensa nacional, entonces todo este proyecto habrá fracasado».

El contralmirante se pregunta qué pensaría Eisenhower de los planes para ampliar la OTAN y la permanencia de Estados Unidos en Europa. Cita una iniciativa de Susan Eisenhower, nieta del general y experta en temas de seguridad, que “reunió a un impresionante grupo de 50 líderes militares, políticos y académicos” (entre ellos Paul Nitze, Sam Nunn y Robert McNamara) para firmar una carta abierta al Presidente Clinton, en la que califican el plan de ampliación de la OTAN como «un error político de proporciones históricas». (La carta puede ser vista aquí: https://www.armscontrol.org/act/1997-06/arms-control-today/opposition-nato-expansion

En Rusia –dice la carta–, “la expansión fortalecerá la oposición no democrática, reducirá el número de quienes favorecen las reformas y la cooperación con Occidente y llevará a los rusos a cuestionar todos los acuerdos posteriores a la Guerra Fría”.

En Europa –agregan– la expansión fijará una nueva línea entre los que están “adentro” y los que quedan “afuera”, fomentará la inestabilidad y disminuirá la sensación de seguridad de los que no están incluidos y terminará por involucrar los Estados Unidos en la seguridad de países con serios problemas fronterizos y de minorías nacionales.

Los firmantes de la carta proponían otras cosas. Entre ellas la cooperación entre la OTAN y Rusia, tanto en lo político como en lo económico y lo militar. Naturalmente, no fueron oídos.

Farah Stockman, miembro del Consejo Editorial del New York Times, publicó, el pasado 7 de julio, un artículo en el que sugería a la OTAN algunos cambios. Se refería a un creciente malestar que percibía en Europa, donde diversos países comenzaban a sentirse incómodos con la dependencia de la organización de los recursos e intereses de Washington. Cita el caso de los presidentes de Finlandia y de Francia, que pedían una OTAN “más europea” y se preguntaba por qué esa dependencia persistía.

Una razón era estructural, histórica. La OTAN fue creada cuando Europa emergía de una guerra devastadora, que creó enormes hostilidades entre países europeos. “Alguien tenía que juntar los gatos”, afirma Stockman.

Pero hay otras razones. Cita los beneficios del complejo industrial-militar norteamericano que, en el período 2022-23, suministró 63% del equipamiento militar de los países de la Unión Europea. Esa dependencia va acompañada de una importante dependencia política, a la que Washington no pretende renunciar.

Un diplomático notable

El contralmirante Carroll Jr. recuerda otro notable personaje de la diplomacia norteamericana, George Kennan, embajador en la Unión Soviética durante unos pocos meses en 1952, durante el gobierno de Stalin, y en la Yugoslavia de Tito, durante la administración Kennedy, además de otros cargos en el Departamento de Estado y de una destacada carrera académica.

Para Kennan ampliar la OTAN sería también “el error más funesto de la política estadounidense en la época de la post Guerra Fría. Se puede esperar que tal decisión… impulse la política exterior rusa en direcciones que, decididamente, no serán de nuestro agrado».

Un diario de casi 700 páginas, publicado por Frank Costigliola en 2014, registró, año tras año, desde 1916 hasta 2004, los más diversos comentarios de este personaje extraordinario –que nació en febrero de 1904 y murió a los 101 años, en marzo de 2005–, sobre la política norteamericana, las relaciones internacionales, las relaciones familiares y sus estados de ánimo.

Figura clave en la política de contención de la Unión Soviética al inicio de la Guerra Fría, en la concepción y puesta en práctica del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa, después de la II Guerra Mundial, asesor informal de Kissinger cuando este fue nombrado Secretario de Estado en la administración Nixon, interlocutor de los más variados líderes internacionales de su época, el diario de Kennan me parece una lectura fascinante.

Esta tarde –diría, en junio de 1960– me senté con Willy Brandt y su esposa noruega y otros en un restaurant en Berlín. Conversamos largamente… El mes siguiente, en julio, invitado por el presidente Tito, de Yugoslavia, pasan una hora conversando. Estaba interesado en Cuba, dice Kennan. Pocos años después, el presidente Kennedy le ofrece la embajada de Estados Unidos en Belgrado, que asumiría también por un corto período.

Son famosos, en la historia diplomática, el “Long Telegram” enviado por Kennan desde Moscú al Secretario de Estado, en febrero de 1946, y el artículo “The Sources of Soviet Conduct”, publicado en la revista Foreign Affairs en julio de 1947, firmado por “X”.

En ellos analizaba la conducta soviética, sus raíces y su importancia en la escenario internacional, y sugería una línea de contención que dio origen a la Guerra Fría.

La luna de miel se acabó

Pero eso no fue todo. Alejado del Departamento de Estado, con frecuencia ignoradas sus posteriores recomendaciones, que evolucionaron hacia posiciones algo distintas a las iniciales, algunas de esas ideas están recogidas en su diario.

“Cuando yo hablaba en 1947, por ejemplo, contra las políticas pro soviéticas de los años de la guerra, había grandes aplausos y todo estaba bien. Cuando decía que debíamos permanecer fuertes frente al poder soviético, todos estaban de acuerdo”, dice Kennan.

Pero, de repente, –agrega– la luna de miel se acabó. “Cuando me atreví a sugerir que quizás estructurar nuestra fuerza alrededor de la bomba de hidrógeno no era la mejor idea, solo hubo desconcierto. Cuando manifesté escepticismo sobre la intención de los rusos de atacarnos, y sugerí que pensáramos en nuestra fuerza militar no tanto para la disuasión de un ataque ruso como elemento central de nuestra política, sino más bien como un elemento discreto, para una política orientada a un arreglo pacífico, hubo una gran y duradera incredulidad”.

Tenía entonces Kennan 56 años. Estábamos en 1960. La administración Eisenhower no le había ofrecido ningún puesto diplomático. Kennedy ya estaba en campaña y Kennan regresa de Berlín y Belgrado para preparar una carta de ocho páginas, con su visión de la política exterior norteamericana, para hacérsela llegar. Habla de las relaciones con la URSS y con la OTAN.

Cuando sugerí –dice en el diario– “que algunas cosas que los rusos hacían eran una reacción a lo que nosotros estábamos haciendo, la gente pensaba que yo estaba loco. Y cuando, finalmente, sugerí que podríamos estar interesados en negociar un acuerdo entre las grandes potencias para una retirada conjunta, tanto de Europa como del Lejano Oriente, hubo una indignación general”.

Ya Kennan no era optimista sobre el rumbo de la política exterior norteamericana. “En ningún momento en los últimos diez años la política exterior de los Estados Unidos se pareció a lo que yo pensaba que debía ser y en ningún momento estuvo basada en una interpretación sobre la naturaleza del poder soviético similar a la mía”, afirma.

“Ahora estamos embarcados en caminos que me parecen equivocados, que nos llevarán a malos resultados y hemos avanzado tanto por esos caminos que estoy obligado a reconocer que mis antiguos puntos de vista han perdido completamente su relevancia”.

Estimaba ser ya muy tarde para hablar de sacar a los rusos de Europa del este, un tema particularmente sensible en esos años de la Guerra Fría. “Ellos están allí para quedarse y no veo mayor hipocresía de políticos occidentales que la piadosa afirmación de que querían otra cosa”.

Habló también de las negociaciones de desarme. “La carrera de armas nucleares, a cuya promoción nuestra política parece haber estado dedicada con singular intensidad en los últimos quince años, ahora avanza con tal ímpetu que no hay la menor posibilidad de detenerla; y aquellos que alguna vez temieron que se pusieran obstáculos de cualquier tipo en el camino de la proliferación de armas nucleares en manos de X números de gobiernos, ahora pueden quedarse tranquilos. No habrá tales obstáculos, el que quiera podrá obtenerla”.

En 1975, el primer ministro polaco, Adam Rapacki, había propuesto crear una zona libre de armas nucleares en Europa central, que sintonizaba bien con la propuesta de retirada conjunta que proponía Kennan. Pero –agrega– “el esfuerzo de los polacos para promover una discusión sobre la prohibición de armas atómicas en Europa central ha sido exitosamente rechazado”.

Hoy Polonia, junto con los países bálticos, son algunas de las naciones más comprometidos en el apoyo a Ucrania, habiendo sugerido, entre otras cosas, la posibilidad de derribar misiles rusos sobre el territorio ucraniano.

Kennan se lamentaba, en sus memorias, de que había insistido, todos estos años, “en que, si actuamos como si pensáramos que la guerra es inevitable, podemos contribuir a que lo sea. Si tratamos a los líderes soviéticos como si no tuvieran más intención que la de declararnos la guerra, eventualmente eso podría transformarse en realidad. Si actuamos como si el peligro militar fuese lo más importante, podríamos terminar haciéndolo verdadero”.

El incidente de un avión espía U-2, que Estados Unidos había enviado para asegurarse de que la URSS no estaba preparando ningún ataque sorpresa en su contra (y que los soviéticos derribaron, sobre su territorio, el 1 de mayo de 1960), era resultado de la visión de los gobiernos occidentales, que daban prioridad al punto de vista militar en sus relaciones con la Unión Soviética. Y, naturalmente, actuaban en consecuencia. Una política que Kennan consideraba totalmente innecesaria, equivocada.

Con ironía, concluía que era “más fácil identificar la personalidad soviética con la bien conocida de Hitler, cuyas intenciones eran tan ambiciosas y agresivas que solo podíamos esperar que intentara lo peor, en vez de tratar de entender lo que un tipo como Kenann tiene que decir sobre Rusia”.

Hoy la portavoz del bloque militar, Farah Dakhlallah, exhibe como fortaleza el hecho de que la OTAN tenga más de 500 mil soldados en estado de alerta máxima, ante lo que estima una amenaza de conflicto directo con Rusia. ¿Cómo entiende la OTAN ese “conflicto directo” contra Rusia? ¿Tiene algún sentido una política orientada, no a evitarlo, sino a librar una guerra como esa?

Como dijo el contralmirante Carroll Jr., la expansión de la OTAN hacia el este es un intento de prolongar las divisiones de la Guerra Fría y reforzar la alianza frente a la expectativa de que Rusia trate de imponer su hegemonía en Europa Oriental. Algo que, en todo caso, parece fuera de toda posibilidad política o militar en el escenario actual y que Moscú ha rechazado reiteradamente.

El contralmirante concluye que podía parecer seguro entonces (en 1997) tratar a Rusia como un enemigo, cuando no podía impedir la expansión de la OTAN. Pero –advirtió– existía el peligro, a más largo plazo, de que “una coalición antioccidental de línea dura” se fortaleciera en Moscú, provocando reacciones contra la OTAN en el futuro.

Una realidad que ha terminado por explotar, atravesándose en esa larga marcha de la OTAN hacia el este, un movimiento sobre el que –según Albright– Rusia no tenía derecho de veto.

 

El artículo original se puede leer aquí