En un país cuyo “estado de derecho” sigue al servicio de los grandes intereses económicos, pese a su gobierno de centro izquierda, es obvio que la defensa de la propiedad privada se constituye en un valor supremo. Esto podría estar bien si nuestro régimen institucional extendiera este derecho a toda la población y no solo a los pocos y afortunados chilenos que se reparten el territorio y gozan de toda suerte de privilegios para conservar sus bienes. Tratándose de propiedades muchas veces fuera de uso o explotación.
Según cálculos oficiales, en nuestro país existe un déficit de un millón de viviendas, lo que supone unos cinco millones de personas obligadas a vivir hacinadas, en indignas condiciones de salud y acceso a recursos indispensables como el agua potable, la electricidad, la educación y la sana convivencia en barrios y poblaciones. El crudo invierno de este año ha puesto de manifiesto las precarias condiciones en que sobreviven tantas familias, lo que mucho explica los altos niveles de criminalidad. En que sus habitantes más jóvenes, por ejemplo, son tentados por las bandas criminales de narcotraficantes en ausencia de empleo e ingresos dignos.
De allí que solo corresponden palabras de elogio para el reciente Premio Nacional de Arquitectura, Cristián Castillo Echeverría. Una entrevista concedida por él a El Mercurio ha provocado la repulsa de algunos profesionales que aspiran a que el Estado, con la complacencia de los Tribunales, erradique los cientos de campamentos existentes a lo largo de todo el país. Cuando estos se han levantado en sitios privados a fin de guarecer a sus familiares y luchar mancomunadamente para sensibilizar a las autoridades frente a un verdadero drama social.
Lo increíble es que, cediendo siempre a las demandas de la derecha, La Moneda esté poniendo en ejecución una ley que insta a las policías a demoler las febles construcciones de miles de familias, dejando a la intemperie a sus moradores. Por cierto, mediante operaciones de fuerza destempladas e inhumanas que no logran conmover a la gran prensa y la televisión, si no es para propiciar la destrucción, justamente, de estas ocupaciones “ilegales”.
En el afán de aparecer más juiciosos y equilibrados que sus opositores, los partidos autodenominados progresistas hacen vista gorda de estos horrores, cediendo a un discurso centrado en el combate contra el crimen organizado y la repatriación de los inmigrantes. Salvo en muy contadas excepciones, el discurso oficial alude a estas anomalías económico sociales, destinando millonarios recursos, sin embargo, a fortalecer la represión policial y soslayar las verdaderas causas de la inseguridad que asola al país.
Gobernadores y alcaldes de todos los signos políticos se ufanan del combate que les dan a las ocupaciones de terrenos, así como pasan por alto los constantes abusos de las policías que cometen contravenciones a pretexto de la “defensa propia” o para prevenir la fuga de los presuntos infractores. Los que por decenas vienen perdiendo la vida en supuestos enfrentamientos que, en este caso, satisfacen el morbo televisivo.
Puede parecer extrema la posición del nuevo Premio Nacional de Arquitectura al otorgarle legitimidad al fenómeno de las ocupaciones y campamentos. Sin embargo, sus juicios adquieren validez plena ante la insensibilidad del Estado, especialmente de aquellos jueces respecto de una realidad que se agrava, pese a la orientación ideológica del Gobierno actual.
En el pasado, administraciones incluso de derecha se inhibían de perpetrar estos desalojos, seguramente en el temor de perder votos entre los más humildes y desinformados. Los mismos que hoy, desgraciadamente parecen resignarse a los despropósitos cometidos en tales erradicaciones. Entre ellos los miles de extranjeros que hoy creen que sería mejor confiar en un gobierno de derecha la posibilidad de alcanzar su residencia definitiva en Chile. En la memoria que muchos conservan de la invitación que le hiciera el propio presidente Piñera para venirse a nuestro país.
Para nada nos parece extraño que desde el Poder Judicial se avalen estos violentos procedimientos que escandalizan a las organizaciones de Derechos Humanos, a las iglesias y a los chilenos de noble sensibilidad. Es difícil que los mismos magistrados, sorprendidos a punto de compra, en la adquisición de una flota de autos de lujo para el uso, puedan sensibilizarse frente a la pobreza y miseria extrema que sufren tantos millones de compatriotas. Lo mismo que ocurre con esa clase política que goza de honorarios dispendiosos para bloquear desde el Parlamento leyes que son fundamentales para avanzar hacia la prometida equidad social. O, desde las reparticiones públicas montan operaciones, como las de las de aquellas corruptas fundaciones, que asaltan el erario nacional en beneficio de sí mismos y de sus partidos. Cuya preocupación fundamental, como sabemos, no es el servicio público sino el deseo de aferrarse al poder para gozar de sus prebendas.
Todos hemos podido comprobar cómo las profundas discrepancias al interior del oficialismo y de la oposición se hacen agua antes de animarse consecuentemente a desahuciar sus pactos electorales y soltar las ubres del Estado de Derecho. Un sistema que aboga, reiteramos, por la propiedad privada de algunos, desconociendo los derechos de la inmensa mayoría de nuestra población. Personajes que hoy se indignan frente a la acertada opinión del arquitecto recién galardonado, al igual que lo fuera su padre. Supuestos apologistas de la democracia a quienes, por ejemplo, se les podría investigar y comprobar el origen espurio y fraudulento de sus riquezas y herencias.
Los mismos que ellos y sus progenitores despojaron, por la fuerza, a los mapuches de sus derechos y propiedades ancestrales. O practicando sistemáticamente, ahora, la evasión y elusión de sus tributos. Un fenómeno archiconocido frente al que el gobierno de centro izquierda no discurre todavía recurso efectivo. Pudiendo despojarlos con entera autoridad de sus bienes mal habidos y condenarlos por sus procedimientos criminales para su logro.
Por lo mismo, no debiera haber duda de que en Chile debemos admitir que existen “ilegalidades” que son plenamente legítimas.